sábado, 7 de diciembre de 2019

Se nos amontonan los siglos


Creo que fue Eric Hobsbawm quien dijo que el siglo XIX debió ser fascinante porque no había manera de terminar con él. Parece que siempre llevamos un siglo de retraso, a juzgar por lo difícil que está siendo superar el siglo XX. Un siglo corto para Europa, con solo dos periodos: la segunda guerra de los treinta años (Dahrendorf), que va de 1914 a 1945, y los treinta gloriosos de la socialdemocracia que terminan con la caída del imperio soviético. Un periodo extraño, hecho de espejos: en Occidente, perdió el comunismo en la práctica, pero triunfó en las ideas, mientras que la social democracia empezó a perder el día en que podía haberse extendido al otro lado del muro. Y en ese otro lado, una vez derrotado el comunismo, triunfó el liberalismo en la teoría, mientras que en la práctica… quién sabe qué triunfó…,  y así hasta el infinito.

Aún seguimos intentando comprenderlo, mientras nos adentramos con temor en el siglo XXI. Caminamos hacia atrás, como cangrejos, mirando fascinados el gran siglo de las ideologías y las matanzas, mientras la Historia sigue alegremente su curso, indiferente a nuestros deseos de parar el tiempo y tener un poco de calma para pensar. 

Una vez más, lo difícil es el reto que preocupa a Dahrendorf en “El recomienzo de la historia”: cómo crear instituciones que preserven la libertad de los ciudadanos a la vez que se conservan o recrean las ligaduras que nos unen. Desde que él escribió el libro, tras las revoluciones de 1989 en el Este de Europa, las relaciones de mercado han seguido con su incansable trabajo de disolvente, y los ciudadanos han seguido separándose en tres grupos: los que pueden prosperar en una sociedad cada vez más abierta (en sus fronteras, en sus estilos de vida, en sus oportunidades económicas), los que se quedan fuera en una sociedad cada vez más cerrada (en sus fronteras, en sus estilos de vida, en sus oportunidades económicas), y los que están en medio, ofendidos por el desprecio de los primeros hacia las ligaduras sociales y morales, aterrados por la posibilidad de formar parte de los segundos, los excluidos, apátridas, pobres de solemnidad. Dispuestos una vez más a renunciar a un poco de insulsa libertad a cambio de la seguridad perdida. Confundiendo el ansia de sentido con la petición de orden, la justicia económica con la prioridad nacional.

En estos desplazamientos y corrimientos, el Estado ha renunciado a su papel, garantizar derechos de ciudadanía, lo que incluye un umbral de justicia económica, y se ha puesto a trabajar para crear sociedad: mientras retrocede la política (social, de vivienda, industrial, etc.) se multiplican los tejedores oficiales de vínculos, dinamizadores, trabajadores sociales, diseñadores urbanos, visitadores de ancianos, animadores, mediadores, etc. El Estado persigue a la sociedad que a su vez persigue al mercado que se persigue a sí mismo, en un extraño juego consistente en dar vueltas alrededor de las sillas al son de la música, mientras van quedando menos sillas.

Hay que pensar en nuevas instituciones que puedan sostener la libertad y la seguridad al mismo tiempo. Evitar, siguiendo el rigor del pensamiento liberal (tan opuesto a la frivolidad del neoliberalismo), el sueño de mundos perfectos o la nostalgia de la vieja lucha de clases. Ni Utopía ni Arcadia, dice Dahrendorf. No parece que nuestro mundo político esté muy por la labor austera de crear instituciones y dejar en paz las culturas locales y los hábitos privados.  

En cuanto a la ciudadanía, ante la difícil tarea de volver a pensar el papel de cada cuál, prefiere hablar del planeta -único territorio que permite mezclar descaradamente Utopía y Arcadia. Como además el planeta y sus gases son totalmente ajenos a la política, cumplen perfectamente su función de iluminarnos y cegarnos a la vez, de cegarnos con la potente luz de la nada.

Mientras, el siglo XXI a su bola.

miércoles, 21 de febrero de 2018

A propósito de Buñuel y la imaginación



Buñuel decía, y es un tema constante de su cine y de sus memorias, que la imaginación es libre, pero que el hombre no lo es. La moral, el pudor, la religión, el mero respeto a la libertad ajena, la sociedad en definitiva, lo limitan y oprimen. Pero en su fuero interno puede pensar, imaginar y expresar a través del arte lo que le venga en gana. Tras un siglo de historia, hemos logrado invertir completamente esta sentencia: hoy, el  ser humano es libre, pero la imaginación no lo es. Ha sido sometida y colonizada por una variedad de medios sutiles y burdos, que orientan la mirada y determinan las imágenes que pueblan nuestro cerebro despierto, quizás también nuestros sueños cuando dormimos.
El cine de Buñuel nos dice que la libertad no es una condición civil, sino una mirada nueva sobre el mundo de la representación. Buñuel cogía prestadas imágenes, como las santas, cristos o apóstoles de la iconografía católica, y los convertía en otra cosa, porque su imaginación estaba impresionada pero no colonizada. Había espacio entre la representación religiosa y su imaginación, un espacio que llenaban hormigas, vacas, curas, navajas, miserables, y otros elementos del mundo visible y de la experiencia vital,  con los que podía jugar. Existía un “fuero” interno, una soberanía de la imaginación que no es un lugar vacío, sino un lugar poblado por imágenes del mundo.
Las tecnologías del nuevo capitalismo están logrando lo que soñaron los más fantásticos dioses e inventó el escaparate de las tiendas de las ciudades: que miremos todos a un mismo sitio, lleno en apariencia de variedad, pero homogéneo y plano como experiencia. Esta disciplina de la mente es la contrapartida de una vida individual liberada del pudor, la moral, la religión, el respeto y la sociedad. La imaginación no es libre, el hombre lo es. Podemos ser cualquier cosa, amar a cualquiera, transformarnos, expresar cualquier opinión, ejecutar cualquier acción. No podemos imaginar –ni representar- el incesto, pero podemos ser incestuosos. No podemos imaginar –ni representar- el crimen, pero podemos matar. Los jóvenes norteamericanos que apagan el ordenador en el que viven y se dirigen a su instituto para cometer una matanza son la vanguardia de esta especie plana que no puede jugar con la representación porque no tiene distancia con el mundo.  No tiene fuero. Es lógico que, en paralelo, se persigan las obras de la imaginación como desafueros: Lolita es leída como una apología del incesto, y en esas mismas escuelas norteamericanas se prohíbe la lectura de libros que expresan el racismo –como Matar a un ruiseñor- pues la representación del mal es el mal. La imaginación no es libre, el hombre sí lo es.
La falta de distancia con el mundo es fruto de un siglo más de capitalismo, el gran aplanador, pues lo convierte todo en mercancía, ahora bajo la apariencia de la comunicación. En su infinito avance, ha encontrado nuevas tierras para su expansión. Sólo que no están fuera sino dentro, en los cuerpos y mentes que pronto serán una única cosa en el espacio plano de la información, culminando el sueño del capital de convertir toda experiencia del mundo, todo mundo, en mercancía. El capitalismo es libre, el hombre no lo es. Tras culminar la colonización del mundo, se ha embarcado en la colonización de los espíritus. No nos oponemos porque está hecho de nuestra materia, es lo mismo que somos, y por primera vez en la historia, ha dejado de existir distancia entre productor y producto, entre capital y mano de obra, entre materia prima y transformación. Nos producimos a nosotros mismos y a nuestra sociedad de amigos en el juego infinito de las redes, confundido el fuera y dentro, la apariencia y el anverso, la representación y la realidad. La distancia con el mundo resulta ahora terriblemente ingenua.
Ante esta destrucción del fuero interno, hago dos propuestas, una conservadora y una progresista, ambos términos del mundo antiguo:
-     -  Alejar a niños y jóvenes de las máquinas para permitir que desarrollen su fuero interno al menos hasta que puedan votar. O bien, otorgar el voto junto con el móvil. “Un móvil, un voto” debería ser el lema liberal del siglo XXI.
-      - Tomarse en serio la aventura espacial, vista ahora como tan ingenua. La colonización de otros planetas es el tipo de aventura exterior que puede alejar, por un tiempo, al capitalismo de nuestras mentes y a los jóvenes de las armas automáticas.

jueves, 17 de noviembre de 2016

El feminismo no es un igualitarismo (continuación en respuesta a Catia Faria)


El problema no está en los límites de la consideración moral ni en el respeto: como humanos podemos decidir que es justo tratar bien a los animales, no comer animales vivos, o prohibir la propiedad de animales domésticos. Son objeto de nuestro cuidado y la falta de crueldad es –o debería ser- un síntoma de civilización, aunque ahí también habría mucho que decir. Lo que discuto no es el trato, ni siquiera la justificación de ese buen trato: precisamente porque somos libres y podemos ignorar, o mejorar, o hacer más estúpida y cruel la naturaleza, porque tenemos libre albedrío, podemos mantener esta discusión sobre los animales y extender nuestra responsabilidad moral a la naturaleza o a otras especies.
El problema de la argumentación de Faria es la lógica que encadena: para la autora, esa decisión moral deriva del igualitarismo y por lo tanto toda filosofía política o corriente que beba del igualitarismo debe necesariamente sacar sus conclusiones y ser anti especista. El anti especismo sería una conclusión o radicalización de una corriente que va incluyendo el anti racismo, el feminismo y amplía su base moral en cada giro.
Lo que mi artículo pone en duda, y nada tiene que ver con privilegios ni estatus quo feminista, es esa lógica. Para empezar, creo que el igualitarismo no es la base del feminismo, sino la igualdad, una idea anterior a la ilustración, pero que encuentra su plasmación moderna en la idea revolucionara de la emancipación de todos los seres humanos de la religión y de la comunidad. Un movimiento histórico obviamente corregido y criticado por dos siglos de pensamiento y acción feministas. La diferencia entre igualdad e igualitarismo es compleja y nos llevaría lejos, pero es clave. El igualitarismo considera que la igualdad entre individuos tiene siempre que ser la máxima posible, en un sentido simbólico y material, y compensar siempre al que está más abajo. Lo que exige un continuo trabajo de ampliación del marco ético y sobre todo un poder exterior a las partes que garantice esa igualdad, ya sea Dios (el primer igualitarismo es cristiano), el Estado, la Comunidad o la Especie (¿O debería decir el Reino de las Especies?). Se es igual a los ojos de alguien o algo.
La igualdad relacional se construye entre grupos e individuos y se basa en un marco de relaciones que amplíe al máximo la libertad y el valor de cada individuo, sea cual sea su situación material o social. Incluye a todos los humanos, tengan la capacidad que tengan, pues la capacidad moral no tiene nada que ver con la inteligencia, sino con el reconocimiento (también incluye a los bebés, aunque sabemos que estos  traen siempre problemas a los argumentos filosóficos). También es necesario recordar que toda política de igualdad tiene dosis de igualitarismo, pero no se confunden. 
El anti especismo no puede pertenecer a esta tradición, porque su idea de justicia no parte del reconocimiento mutuo, imposible para los animales. Para postular la igualdad de las especies, tiene que elegir lo que tienen en común, la capacidad de sentir y sufrir, dejando en un segundo plano la razón como base de nuestra libertad moral. Por lo tanto, define también lo humano como “especie”, situándose fuera de la comunidad política, en un lugar que sólo puede construirse desde una estancia fuera de nuestro humano mundo político, un más allá que nos iguala como especies. Por eso me permito hablar de religión.

En cuanto a lo público y lo privado, merecería otro artículo: el lema feminista de “lo personal es político” implica que ningún tema está fuera de la discusión racional y política. Nunca quiso significar que todo lo que uno hace o es en la vida deba estar alineado y ser perfectamente coherente con una idea, porque negaría justamente que somos seres de cultura y nadamos en esta, debiendo hacer lo más difícil: transformar aquello que nos forma. 

domingo, 13 de noviembre de 2016

El feminismo no es un animalismo, ni un igualitarismo.


Catia Faria, filósofa portuguesa, mantiene que el feminismo tiene que ser antiespecista, es decir oponerse a la idea de la superioridad de la especie humana sobre el resto y a toda distinción moral entre humanos y animales. Para ella, ambas corrientes tienen en común una idea de justicia: el igualitarismo, que busca, además de evitar la discriminación, compensar o tratar de forma más favorable a aquellos con menos poder o que tienen peor situación en el mundo. Lo que hace moralmente relevante la posición de los animales es su capacidad para “sufrir y disfrutar”. Son por lo tanto seres “sintientes” y como tales, tienen que entrar en la esfera moral de nuestras decisiones públicas y privadas.
Su razonamiento es simple, aunque de enormes consecuencias: si el feminismo defiende la igualdad entre todos los seres humanos, debe aplicarla a los animales no humanos. Decir que los animales no son sujetos morales no es válido, puesto que de hecho a las mujeres (o a las razas no blancas) se les negó en otros momentos históricos la capacidad moral y la razón que eran la base de la igualdad civil. Además, la esfera de la moral tiene dos características para Faria: lo que la sostiene es el mero hecho de vivir y de sufrir, lo que amplía dicha esfera a todas las especies animales que pueblan la tierra; y la segunda es que es que esa moral es tanto pública como privada. Es decir, Faria no es “animalista”, no defiende un trato justo o no cruel para con los animales; no discute la forma de producción de los alimentos, por ejemplo, sino que considera que debemos asumir completamente, entre nuestras preocupaciones morales, la vida y el bienestar de todas las especies. Esto implica veganismo en la vida privada y la finalidad política de preservar la vida de las otras especies frente a cualquier explotación, pero también a cualquier desastre natural o ecológico, como haríamos si se tratara de seres humanos.
Este razonamiento tiene un gran atractivo actualmente, y de hecho la autora llena sus auditorios, porque es ilimitado –propone una tarea sin fin a nuestra hambrienta sensibilidad- y anti ilustrado, dos de los rasgos más típicos del pensamiento de la época. Su concepto de la igualdad es material, se basa en la consideración de trato igual para todos, o de reparto igual de los bienes del mundo entre todos. El feminismo, al menos el de raíz ilustrada, tiene una base ética completamente ajena, a mi entender. La igualdad que defiende es “relacional”, es decir, defiende la dignidad y el valor iguales de todos los seres dotados de razón. No dice nada del bienestar o la felicidad, sino que habla de las bases justas de la relación social. Ser tratados como seres de razón implica participar en todas las decisiones como ciudadanos libres. Por lo tanto libertad e igualdad son inseparables. La revolución feminista ha discutido una cultura que construye la feminidad como menos valiosa que la masculinidad y a las mujeres como menos libres para dirigir sus vidas y menos razonables para participar en las diferentes esferas de poder.
Es cierto que otras corrientes –socialistas entre otras- han completado esta idea con la necesidad de equiparar las condiciones materiales de los seres humanos para hacer posible el ejercicio de la autonomía moral. Pero no porque los humanos estén vivos y “sufran”, sino porque la razón y la dignidad no pueden ejercerse sin una base de igualdad material y de reconocimiento social. Son los seres dotados de razón los que participan en la comunidad política y deciden la forma de su relación. Cada uno reconoce la libertad del otro, y la polis asegura que esa libertad tenga condiciones justas para ejercerse, una tarea que está muy lejos de haber concluido y que sigue siendo el horizonte de nuestras sociedades humanas.
Con esa libertad cada uno hace lo que puede o quiere, incluso buscar la infelicidad o la muerte. Lo relevante del valor moral no es el hecho de sentir y sufrir, sino el reconocimiento mutuo, algo imposible en el caso de los animales, no porque los humanos no podamos reconocer o proteger su vida, sino porque los animales no pueden reconocernos a nosotros. Sin reciprocidad, no existe una esfera común de decisión moral.
Puede existir, sin duda, un paternalismo (¿maternalismo?) que se extienda a todas las especies, un despotismo ilustrado que decide qué es el bienestar para otras especies no dotadas de razón ni de palabra, y que, por lo tanto, no pueden discutir nuestras decisiones. Si consideramos que tenemos que intervenir, no para mitigar el sufrimiento que nosotros mismos causamos o para ofrecer un trato menos cruel a los animales con los que nos relacionamos, sino porque nuestra especie está al mismo nivel moral que el resto de las especies, el dilema no tendrá fin: ¿debemos permitir que los animales se coman unos a otros? Si eso es admisible, porque es natural, ¿qué justifica moralmente nuestro veganismo? ¿Acaso es moral la cadena alimenticia? Y si nosotros la podemos romper, dejando de comer carne, porque somos seres libres y tomamos decisiones éticas, ¿no estamos poniendo a nuestra especie una vez más por encima de las demás especies?  

Negar la libertad moral, que es el rasgo de nuestra común humanidad, nos lleva a callejones sin salida. Considerar que el feminismo es un igualitarismo es un malentendido. Creer que debemos llevar a nuestras vidas privadas una exigencia de pureza sin fin es religión, no política. Y en estos tiempos en que la religión vuelve bajo los más extraños ropajes, podemos estar seguros de que esta inversión de los valores y esta persecución de la autenticidad ilimitada, triunfará: veganos, animalistas, anti especistas, la rueda puesta en marcha por la aversión a lo humano no tiene fin y puede aplastar nuestro frágil reconocimiento. 

viernes, 17 de junio de 2016

Vidas llenas, vidas vacías


Jo Cox tenía 41 años, un pasado, una carrera profesional, un futuro político, ideales, trabajo, un partido, experiencia, amigos, enemigos; tenía un marido y dos hijos, una barcaza en el Támesis, un puesto de diputada, aficiones, esperanza.  Thomas Mair vivía solo, trabajaba a veces como jardinero, hacía la compra para su madre dos veces por semana, era tranquilo y discreto. Sus vidas –la vida llena de Jo Cox y la vida vacía de Thomas Mair- se cruzaron cuando Mair buscó a Cox para asesinarla a tiros en plena calle.
En “Historia de un alemán” Sebastían Haffner cuenta cómo el aburrimiento fue una de las causas del ascenso de Hitler. Tras los años de emociones asociadas a la guerra mundial y sus dramáticas sorpresas, los alemanes tuvieron que volver a sus vidas privadas, pero, a diferencia de los ingleses y de los franceses, no estaban dotados para la vida privada. Sin pasión por la jardinería e incapacitados para la joie de vivre, esperaron que una nueva fuerza les sacara del aburrimiento y la soledad en el que habían caído y les ofreciera una idea colectiva con la que llenar sus vidas.
La globalización no solo desplaza el capital y la inversión en el mundo, también el sentido. En muchas ciudades de Europa, en muchos barrios, no solo ha desaparecido la industria, el empleo, la prosperidad, sino sobre todo el sentido de las palabras trabajo, barrio, clase, nación. Vaciadas de su sentido, cuelgan tiradas como pieles de una serpiente que ha mudado. Pero los humanos no soportan el vacío, tienden a llenarlo con cualquier idea, con trastos de la historia, con restos de las viejas ideologías. Con odios.
El fanatismo de los Mair, de los lobos solitarios, de los yihadistas de internet, se comunica por los circuitos vacíos de Europa. Atacan la vida llena porque les ofende y porque la perciben como insultante, acaparadora, cosmopolita y ajena. Odian tener que cargar con la propia vida, tener la responsabilidad única de llenarla y de dotarla de sentido. No hay tanto sentido en el mundo como para llenar tantas vidas privadas.

La violencia es el producto del encuentro entre el lleno y el vacío. Por eso, más que la riqueza, lo que hay que empezar a redistribuir en Europa es el sentido. 

domingo, 16 de agosto de 2015

¿Violencia de género o terrorismo machista?


Es difícil combatir un mal que no se comprende. Esto sucede ahora con la violencia de género. Hemos aprendido a contar –y a veces a creer- a las víctimas, aunque no a protegerlas, pero seguimos sin entender bien el fenómeno. La violencia es uno de los conceptos más complejos y peor tratados de las ciencias sociales. En primer lugar porque engloba fenómenos muy diferentes, con sentidos opuestos. Ha sido explicada por su utilidad y por su irracionalidad, como efecto de la falta de normas y como respuesta a su exceso; como patología individual y como herramienta colectiva, como falta o pérdida de sentido y como sentido desbordado por no existir un marco cultural o institucional que lo encauce o limite. En definitiva, es una cosa y su contrario, quizás porque el término significa sobre todo un lugar más allá de lo social, donde las explicaciones y las palabras no alcanzan (Wieviorka).

Tampoco es evidente la relación entre violencia y poder. Para algunos autores todo poder es sinónimo de violencia y nace de una violencia originaria y que siempre existe en potencia. Para aplicarlo al caso de la violencia de género, el patriarcado sería en sí una violencia y por lo tanto, el maltrato una consecuencia obvia de la estructura de poder. Para otra tradición intelectual (Hobbes), el poder es lo que triunfa sobre la violencia humana y la limita, precisamente por su capacidad de monopolizarla, desarmando la vida civil. El patriarcado sería, siguiendo esta idea, no solo un sistema de dominio sino también de protección de las mujeres frente a la violencia desordenada de los varones (en los estados de guerra, por ejemplo). Finalmente, hay autoras (Arendt) para las cuales violencia y poder se oponen, pues lo propio del poder no es su fuerza sino su capacidad de organización. El patriarcado no precisaría el uso de la violencia porque se basa en una organización (hecha de pactos) que institucionaliza  el poder social y económico de los hombres sobre las mujeres y el acceso ordenado a éstas.

Por último, una tradición intelectual crítica (Bourdieu, Fanon, etc.) estima que existe una forma de violencia sin sujeto, que llama simbólica. La forma en que las estructuras sociales desiguales o las situaciones de opresión cultural (como es la colonización) limitan la libertad de los individuos, niegan su subjetividad, les obligan a presentarse ante los demás de una determinada forma, actúa como la violencia que no necesita ejercerse directamente. Los propios sujetos se infringen esa violencia al aceptar normas y asumir marcos de acción que determinan sus comportamientos y les ponen en situación de peligro, de inferioridad o humillación. El campo de la violencia se extiende así aún más y se hace casi indiscernible de la opresión de cualquier tipo. El mismo orden social sería en cierto modo una violencia sin sujeto ni objeto, pero con efectos claros sobre la vida de las personas que están en posiciones subalternas, colonizadas o inferiores. El problema de esta teoría es que, al poner en el mismo plano la raíz de la opresión con sus manifestaciones, dificulta el trabajo político de discernir y establecer prioridades. La insistencia en hablar de “violencias” en plural es una expresión muy actual de este deseo de abarcar toda la realidad que puede llevar, paradójicamente, a la impotencia.

Si en general el concepto está mal explicado, en el caso de la violencia de género, la cuestión se complica. Hablamos de acciones que no son ni individuales ni colectivas. Es decir, suceden en las relaciones interpersonales y la violencia es ejercida por individuos sin organizar y sin una finalidad común. Al mismo tiempo, no puede hablarse de un fenómeno individual: se produce en un tipo de relación sentimental, culturalmente determinada, sus víctimas son mujeres y sus pautas se repiten de forma sistemática. Hay por lo tanto un sentido o una cultura colectivas que explican su existencia y su extensión.

Tampoco es evidente su “utilidad”. La violencia sin duda sirve para mantener la sumisión de la mujer sobre la que se ejerce, pero no parece apuntalar todo el patriarcado, como se dice a menudo. No es consustancial a la opresión o el dominio. Es más, los sistemas estables e indiscutibles no necesitan ejercer la violencia y rara vez matan a los que les sirven, aunque puedan hacerlo, precisamente porque pueden hacerlo. La violencia de género  parece más bien una falla del sistema, una huida, una anomalía. Como si al entrar en crisis el patriarcado, se hubieran liberado dos fuerzas diferentes: por un lado las mujeres, más capaces de elegir su vida y ser civilmente iguales. Por otro, los “hijos”, los varones libres de ataduras morales que se enfrentan en solitario a su propio poder. La privatización y fragmentación del poder del padre parece estar en el origen de la violencia tal como se manifiesta ahora.

Por último, lo más misterioso es la relación de la violencia de género con la igualdad. Tendemos a pensar, hijas de la ilustración, que la violencia disminuye o desaparece entre iguales, remplazada por la comunicación, el conflicto o el consenso. Y sin duda sucede así, en parte, pero también sucede lo contrario: es precisamente cuando la sociedad no reconoce una base cultural y legítima para las diferencias cuando la igualdad se vuelve problemática. Tocqueville lo observó en la sociedad norteamericana del siglo XVIII: donde las leyes no diferenciaban a blancos y negros, es decir, en los estados sin esclavitud, la segregación y el desprecio se multiplicaban, prohibiendo cualquier contacto entre razas. Arendt dedica su obra “Los orígenes del totalitarismo” a analizar esta cruel realidad histórica. Mientras los judíos fueron judíos se los podía aceptar o rechazar, utilizar o perseguir, pero no hacía falta eliminarlos. Solo cuando se convirtieron en iguales e indiscernibles, alemanes entre alemanes, se puso en marcha la maquinaria ideológica que llevaría a su eliminación física.

Finalmente, el movimiento feminista está debatiendo sobre la inclusión del término “terrorismo machista” en la agenda pública. A mi entender, existe cierta confusión por la mezcla de dos planos, el teórico y el estratégico. En el primer aspecto, se trata de entender un fenómeno tan complejo utilizando analogías con otras violencias. En el segundo, se busca generar una alarma y una respuesta estatal que esté a la altura del problema, recurriendo a la imagen de la lucha contra el terrorismo por su capacidad de sensibilizar conciencias y movilizar recursos. Ambos son legítimos, pero las metáforas tienen vida propia y pueden terminar confundiendo ambos planos.

En el plano teórico, nada hay más opuesto a la violencia machista, que se basa en el silencio y el secreto, que el terrorismo, que precisa y busca la publicidad. La violencia de género no es un fenómeno “organizado” ni con fines abiertamente políticos (en el sentido de influir en la discusión pública). Sin embargo, la acción del maltratador sobre su víctima es sin duda una forma de terror: la demolición sistemática, a la vez caprichosa y razonada, de una libertad ajena tiene la forma de un totalitarismo de la vida cotidiana, y sus víctimas recuerdan a las que sobrevivieron a los campos de prisioneros y de concentración, como vieron claramente las pioneras en este análisis (Judith Herman). De nuevo, lo que más se parece al relato de una víctima de violencia de género es la descripción del totalitarismo que hace Arendt.  

Es en eso precisamente en lo que se distingue completamente de otras formas de violencia intrafamiliar. No en su gravedad: la violencia de género puede aparentar ser mucho más “leve”, por ejemplo cuando no se producen agresiones físicas, lo que complica enormemente tanto el trabajo de los jueces como la interpretación de las encuestas y estadísticas. Se distingue por el proceso destructivo increíblemente homogéneo que llevan a cabo los maltratadores y que reconocerá cualquiera que haya escuchado los testimonios de las mujeres. La lógica y la imperturbable sensación de “tener razón” y la sorpresa ante el reproche social es también la de los verdugos que obedecen leyes en los regímenes de terror.

Por lo tanto, en el plano teórico, las metáforas y las analogías son útiles, siempre que las tratemos con seriedad y no nos dejemos arrastrar demasiado lejos por su lógica.

El segundo plano es estratégico: llamar terrorismo machista al asesinato de un número insoportable y creciente de mujeres y niños/as al año permite agitar a una sociedad que se está acostumbrando peligrosamente a estas cifras. Y reclamar al Estado los medios de prevención y de  protección que han mostrado ser muy insuficientes.

Pero existe un peligro grande en esta estrategia. En primer lugar, pone todo el foco en los asesinatos y por lo tanto en la intervención policial y penal que debe ser mucho más eficaz, pero que tiene terribles limitaciones, precisamente porque no se enfrenta a un grupo armado y debe proteger a miles de víctimas de una violencia altamente impredecible. La prevención y la protección y justicia para las víctimas “ordinarias” debería ser la reivindicación esencial. Estas no encuentran aún apoyos ni comprensión en la red social que las rodea y en la red institucional que debería ayudar a escapar de la relación de maltrato con independencia de la denuncia. Cuánto más se asimile la violencia de género al terrorismo, menos comprenderá el fenómeno la sociedad en su conjunto (la familia, el vecindario, el personal sanitario o social, las Ampas, etc.), menos se atreverá a actuar si percibe algo y menos reconocerá en la situación “extraña” de la vecina, la amiga, o la paciente un caso de violencia que necesita, sobre todo, escucha y apoyo a su proceso de recuperación.

En segundo lugar y esto es aún más grave,  cuánto más exageramos los términos (de maltrato a violencia, de violencia a terrorismo), menos identificadas se sienten muchas mujeres que están padeciendo estas situaciones. En un estudio fundamental sobre la violencia entre los adolescentes y jóvenes, Luis Seoane describe el uso de la agresión que sustenta en gran medida la formación de las personalidades masculina y femenina. La machacona y a la vez sutil e imperceptible lluvia de humillaciones y violencias no podría nunca ser descrita con términos como “terrorismo”, una trama demasiado gruesa para atrapar la clase de pez que buscamos. Y lo que es peor: el estudio muestra que los y las jóvenes no identifican en absoluto sus experiencias con los términos de “violencia de género”. Menos aún lo harán con el de terrorismo. Y por lo tanto, dejaran de escuchar los mensajes que les lleguen desde esa realidad completamente alejada de sus vidas. Y las administraciones responsables de la lucha contra la violencia dejarán de atender al sutil y poco dramático escenario de socialización, despreciarán las experiencias cotidianas y los cambios y políticas a largo plazo, para centrarse en la “lucha contra el terrorismo”. De forma que las virtudes del término como alarma para una actuación inmediata son también contrarrestados, para mí de forma inapelable, por las desventajas descritas.


miércoles, 10 de junio de 2015

Sobre la transparencia

El secreto solía ser el núcleo del poder, pero también del amor; el silencio la prueba de una mente superior, el laberinto la representación de la búsqueda del conocimiento. Cuando reclamamos transparencia, la palabra de moda, deberíamos saber todo lo que cae junto con el secreto. Sin duda el ciudadano merece saber cómo y dónde se toman las decisiones, pero no necesariamente tiene que ser testigo del proceso.  ¿Alguien piensa realmente que se puede negociar en público? ¿Creemos que es posible la diplomacia cuando todas las comunicaciones pueden ser desveladas? ¿Puede existir la política sin opacidad?
Si el símbolo moderno del poder es el panóptico, desde donde es posible observar y regular el comportamiento de los ciudadanos, el símbolo posmoderno es el poder transparente, que controla a las personas precisamente porque éstas están obligadas a mirarlo sin fin. Los países protestantes tienen en sus casas ventanas sin visillos porque el buen cristiano no tiene nada que ocultar y porque la mirada de sus vecinos confirma su virtud. En los países católicos ni siquiera Dios conoce del todo el alma humana y hace falta la confesión para hacerle llegar, junto con el arrepentimiento, la narración de nuestros pecados. La Iglesia se sitúa así entre Dios y el alma, como un visillo que además entorpece la mirada de la comunidad. Esta opacidad de la Iglesia mantenía a salvo el secreto y daba tiempo al creyente para negociar con la virtud y el pecado.
En la lucha sin cuartel contra la hipocresía, todos los velos han ido cayendo, también en las relaciones sentimentales donde se nos pide que nos hagamos predecibles por la exposición continua de nuestros estados de ánimo. Ahora lo reclamamos de la política: todos queremos estar presentes en todo momento, sin representación, otra opacidad, sin el secreto que da tiempo para moderar la virtud y dejar de lado las buenas intenciones. Conocer los laberintos del poder no nos hace más sabios sino que nos ata a una contemplación continua e hipnotizada de su fuerza y de su monstruosa debilidad.
Para dar ejemplo, abrimos nuestras cuentas corrientes, exhibimos nuestras conversaciones, y exponemos a nuestros amigos a la mirada incansable de la comunidad y del poder. La red es la gran transparencia que nos atrapa y nos confunde en su juego de espejos.

Nuestros cuerpos transparentes son todavía una metáfora, pero por poco tiempo. Pronto tendremos una piel transparente para que los médicos puedan intervenir a tiempo en nuestros tumores. Así seguimos abriendo nuestros límites al bisturí y regalando nuevos campos para que juegue el mercado, que es la Transparencia absoluta. Y en lugar de defender nuestra opacidad, nuestra doblez, nuestra intimidad, como diría José Luis Pardo, reclamamos a voces aquello que nos expone, nos vulnera y nos banaliza.