domingo, 16 de agosto de 2015

¿Violencia de género o terrorismo machista?


Es difícil combatir un mal que no se comprende. Esto sucede ahora con la violencia de género. Hemos aprendido a contar –y a veces a creer- a las víctimas, aunque no a protegerlas, pero seguimos sin entender bien el fenómeno. La violencia es uno de los conceptos más complejos y peor tratados de las ciencias sociales. En primer lugar porque engloba fenómenos muy diferentes, con sentidos opuestos. Ha sido explicada por su utilidad y por su irracionalidad, como efecto de la falta de normas y como respuesta a su exceso; como patología individual y como herramienta colectiva, como falta o pérdida de sentido y como sentido desbordado por no existir un marco cultural o institucional que lo encauce o limite. En definitiva, es una cosa y su contrario, quizás porque el término significa sobre todo un lugar más allá de lo social, donde las explicaciones y las palabras no alcanzan (Wieviorka).

Tampoco es evidente la relación entre violencia y poder. Para algunos autores todo poder es sinónimo de violencia y nace de una violencia originaria y que siempre existe en potencia. Para aplicarlo al caso de la violencia de género, el patriarcado sería en sí una violencia y por lo tanto, el maltrato una consecuencia obvia de la estructura de poder. Para otra tradición intelectual (Hobbes), el poder es lo que triunfa sobre la violencia humana y la limita, precisamente por su capacidad de monopolizarla, desarmando la vida civil. El patriarcado sería, siguiendo esta idea, no solo un sistema de dominio sino también de protección de las mujeres frente a la violencia desordenada de los varones (en los estados de guerra, por ejemplo). Finalmente, hay autoras (Arendt) para las cuales violencia y poder se oponen, pues lo propio del poder no es su fuerza sino su capacidad de organización. El patriarcado no precisaría el uso de la violencia porque se basa en una organización (hecha de pactos) que institucionaliza  el poder social y económico de los hombres sobre las mujeres y el acceso ordenado a éstas.

Por último, una tradición intelectual crítica (Bourdieu, Fanon, etc.) estima que existe una forma de violencia sin sujeto, que llama simbólica. La forma en que las estructuras sociales desiguales o las situaciones de opresión cultural (como es la colonización) limitan la libertad de los individuos, niegan su subjetividad, les obligan a presentarse ante los demás de una determinada forma, actúa como la violencia que no necesita ejercerse directamente. Los propios sujetos se infringen esa violencia al aceptar normas y asumir marcos de acción que determinan sus comportamientos y les ponen en situación de peligro, de inferioridad o humillación. El campo de la violencia se extiende así aún más y se hace casi indiscernible de la opresión de cualquier tipo. El mismo orden social sería en cierto modo una violencia sin sujeto ni objeto, pero con efectos claros sobre la vida de las personas que están en posiciones subalternas, colonizadas o inferiores. El problema de esta teoría es que, al poner en el mismo plano la raíz de la opresión con sus manifestaciones, dificulta el trabajo político de discernir y establecer prioridades. La insistencia en hablar de “violencias” en plural es una expresión muy actual de este deseo de abarcar toda la realidad que puede llevar, paradójicamente, a la impotencia.

Si en general el concepto está mal explicado, en el caso de la violencia de género, la cuestión se complica. Hablamos de acciones que no son ni individuales ni colectivas. Es decir, suceden en las relaciones interpersonales y la violencia es ejercida por individuos sin organizar y sin una finalidad común. Al mismo tiempo, no puede hablarse de un fenómeno individual: se produce en un tipo de relación sentimental, culturalmente determinada, sus víctimas son mujeres y sus pautas se repiten de forma sistemática. Hay por lo tanto un sentido o una cultura colectivas que explican su existencia y su extensión.

Tampoco es evidente su “utilidad”. La violencia sin duda sirve para mantener la sumisión de la mujer sobre la que se ejerce, pero no parece apuntalar todo el patriarcado, como se dice a menudo. No es consustancial a la opresión o el dominio. Es más, los sistemas estables e indiscutibles no necesitan ejercer la violencia y rara vez matan a los que les sirven, aunque puedan hacerlo, precisamente porque pueden hacerlo. La violencia de género  parece más bien una falla del sistema, una huida, una anomalía. Como si al entrar en crisis el patriarcado, se hubieran liberado dos fuerzas diferentes: por un lado las mujeres, más capaces de elegir su vida y ser civilmente iguales. Por otro, los “hijos”, los varones libres de ataduras morales que se enfrentan en solitario a su propio poder. La privatización y fragmentación del poder del padre parece estar en el origen de la violencia tal como se manifiesta ahora.

Por último, lo más misterioso es la relación de la violencia de género con la igualdad. Tendemos a pensar, hijas de la ilustración, que la violencia disminuye o desaparece entre iguales, remplazada por la comunicación, el conflicto o el consenso. Y sin duda sucede así, en parte, pero también sucede lo contrario: es precisamente cuando la sociedad no reconoce una base cultural y legítima para las diferencias cuando la igualdad se vuelve problemática. Tocqueville lo observó en la sociedad norteamericana del siglo XVIII: donde las leyes no diferenciaban a blancos y negros, es decir, en los estados sin esclavitud, la segregación y el desprecio se multiplicaban, prohibiendo cualquier contacto entre razas. Arendt dedica su obra “Los orígenes del totalitarismo” a analizar esta cruel realidad histórica. Mientras los judíos fueron judíos se los podía aceptar o rechazar, utilizar o perseguir, pero no hacía falta eliminarlos. Solo cuando se convirtieron en iguales e indiscernibles, alemanes entre alemanes, se puso en marcha la maquinaria ideológica que llevaría a su eliminación física.

Finalmente, el movimiento feminista está debatiendo sobre la inclusión del término “terrorismo machista” en la agenda pública. A mi entender, existe cierta confusión por la mezcla de dos planos, el teórico y el estratégico. En el primer aspecto, se trata de entender un fenómeno tan complejo utilizando analogías con otras violencias. En el segundo, se busca generar una alarma y una respuesta estatal que esté a la altura del problema, recurriendo a la imagen de la lucha contra el terrorismo por su capacidad de sensibilizar conciencias y movilizar recursos. Ambos son legítimos, pero las metáforas tienen vida propia y pueden terminar confundiendo ambos planos.

En el plano teórico, nada hay más opuesto a la violencia machista, que se basa en el silencio y el secreto, que el terrorismo, que precisa y busca la publicidad. La violencia de género no es un fenómeno “organizado” ni con fines abiertamente políticos (en el sentido de influir en la discusión pública). Sin embargo, la acción del maltratador sobre su víctima es sin duda una forma de terror: la demolición sistemática, a la vez caprichosa y razonada, de una libertad ajena tiene la forma de un totalitarismo de la vida cotidiana, y sus víctimas recuerdan a las que sobrevivieron a los campos de prisioneros y de concentración, como vieron claramente las pioneras en este análisis (Judith Herman). De nuevo, lo que más se parece al relato de una víctima de violencia de género es la descripción del totalitarismo que hace Arendt.  

Es en eso precisamente en lo que se distingue completamente de otras formas de violencia intrafamiliar. No en su gravedad: la violencia de género puede aparentar ser mucho más “leve”, por ejemplo cuando no se producen agresiones físicas, lo que complica enormemente tanto el trabajo de los jueces como la interpretación de las encuestas y estadísticas. Se distingue por el proceso destructivo increíblemente homogéneo que llevan a cabo los maltratadores y que reconocerá cualquiera que haya escuchado los testimonios de las mujeres. La lógica y la imperturbable sensación de “tener razón” y la sorpresa ante el reproche social es también la de los verdugos que obedecen leyes en los regímenes de terror.

Por lo tanto, en el plano teórico, las metáforas y las analogías son útiles, siempre que las tratemos con seriedad y no nos dejemos arrastrar demasiado lejos por su lógica.

El segundo plano es estratégico: llamar terrorismo machista al asesinato de un número insoportable y creciente de mujeres y niños/as al año permite agitar a una sociedad que se está acostumbrando peligrosamente a estas cifras. Y reclamar al Estado los medios de prevención y de  protección que han mostrado ser muy insuficientes.

Pero existe un peligro grande en esta estrategia. En primer lugar, pone todo el foco en los asesinatos y por lo tanto en la intervención policial y penal que debe ser mucho más eficaz, pero que tiene terribles limitaciones, precisamente porque no se enfrenta a un grupo armado y debe proteger a miles de víctimas de una violencia altamente impredecible. La prevención y la protección y justicia para las víctimas “ordinarias” debería ser la reivindicación esencial. Estas no encuentran aún apoyos ni comprensión en la red social que las rodea y en la red institucional que debería ayudar a escapar de la relación de maltrato con independencia de la denuncia. Cuánto más se asimile la violencia de género al terrorismo, menos comprenderá el fenómeno la sociedad en su conjunto (la familia, el vecindario, el personal sanitario o social, las Ampas, etc.), menos se atreverá a actuar si percibe algo y menos reconocerá en la situación “extraña” de la vecina, la amiga, o la paciente un caso de violencia que necesita, sobre todo, escucha y apoyo a su proceso de recuperación.

En segundo lugar y esto es aún más grave,  cuánto más exageramos los términos (de maltrato a violencia, de violencia a terrorismo), menos identificadas se sienten muchas mujeres que están padeciendo estas situaciones. En un estudio fundamental sobre la violencia entre los adolescentes y jóvenes, Luis Seoane describe el uso de la agresión que sustenta en gran medida la formación de las personalidades masculina y femenina. La machacona y a la vez sutil e imperceptible lluvia de humillaciones y violencias no podría nunca ser descrita con términos como “terrorismo”, una trama demasiado gruesa para atrapar la clase de pez que buscamos. Y lo que es peor: el estudio muestra que los y las jóvenes no identifican en absoluto sus experiencias con los términos de “violencia de género”. Menos aún lo harán con el de terrorismo. Y por lo tanto, dejaran de escuchar los mensajes que les lleguen desde esa realidad completamente alejada de sus vidas. Y las administraciones responsables de la lucha contra la violencia dejarán de atender al sutil y poco dramático escenario de socialización, despreciarán las experiencias cotidianas y los cambios y políticas a largo plazo, para centrarse en la “lucha contra el terrorismo”. De forma que las virtudes del término como alarma para una actuación inmediata son también contrarrestados, para mí de forma inapelable, por las desventajas descritas.


miércoles, 10 de junio de 2015

Sobre la transparencia

El secreto solía ser el núcleo del poder, pero también del amor; el silencio la prueba de una mente superior, el laberinto la representación de la búsqueda del conocimiento. Cuando reclamamos transparencia, la palabra de moda, deberíamos saber todo lo que cae junto con el secreto. Sin duda el ciudadano merece saber cómo y dónde se toman las decisiones, pero no necesariamente tiene que ser testigo del proceso.  ¿Alguien piensa realmente que se puede negociar en público? ¿Creemos que es posible la diplomacia cuando todas las comunicaciones pueden ser desveladas? ¿Puede existir la política sin opacidad?
Si el símbolo moderno del poder es el panóptico, desde donde es posible observar y regular el comportamiento de los ciudadanos, el símbolo posmoderno es el poder transparente, que controla a las personas precisamente porque éstas están obligadas a mirarlo sin fin. Los países protestantes tienen en sus casas ventanas sin visillos porque el buen cristiano no tiene nada que ocultar y porque la mirada de sus vecinos confirma su virtud. En los países católicos ni siquiera Dios conoce del todo el alma humana y hace falta la confesión para hacerle llegar, junto con el arrepentimiento, la narración de nuestros pecados. La Iglesia se sitúa así entre Dios y el alma, como un visillo que además entorpece la mirada de la comunidad. Esta opacidad de la Iglesia mantenía a salvo el secreto y daba tiempo al creyente para negociar con la virtud y el pecado.
En la lucha sin cuartel contra la hipocresía, todos los velos han ido cayendo, también en las relaciones sentimentales donde se nos pide que nos hagamos predecibles por la exposición continua de nuestros estados de ánimo. Ahora lo reclamamos de la política: todos queremos estar presentes en todo momento, sin representación, otra opacidad, sin el secreto que da tiempo para moderar la virtud y dejar de lado las buenas intenciones. Conocer los laberintos del poder no nos hace más sabios sino que nos ata a una contemplación continua e hipnotizada de su fuerza y de su monstruosa debilidad.
Para dar ejemplo, abrimos nuestras cuentas corrientes, exhibimos nuestras conversaciones, y exponemos a nuestros amigos a la mirada incansable de la comunidad y del poder. La red es la gran transparencia que nos atrapa y nos confunde en su juego de espejos.

Nuestros cuerpos transparentes son todavía una metáfora, pero por poco tiempo. Pronto tendremos una piel transparente para que los médicos puedan intervenir a tiempo en nuestros tumores. Así seguimos abriendo nuestros límites al bisturí y regalando nuevos campos para que juegue el mercado, que es la Transparencia absoluta. Y en lugar de defender nuestra opacidad, nuestra doblez, nuestra intimidad, como diría José Luis Pardo, reclamamos a voces aquello que nos expone, nos vulnera y nos banaliza. 

lunes, 18 de mayo de 2015

Contra la coherencia

Alguien describe la distancia entre la lucidez con la que analizamos los problemas públicos y la moderación de nuestras propuestas como una contradicción, si no como una impostura. Me resulta curiosa la idea de que el pensamiento, las opiniones y la acción deban estar alineadas y ser coherentes. La coherencia se exige en dos planos: el de la propia vida, que debe ser coherente con las ideas que pregonamos y el de las soluciones, que deben ser tan extensas o profundas como nuestras críticas.
En el primer caso, la coherencia es imposible, pues supondría no vivir en la propia cultura y en el propio mundo. Vivir es participar de la raíz de los problemas y ser parte de  ellos. Nunca se sitúan fuera de nosotros y por lo tanto tenemos que juzgarlos, comprenderlos y cambiarlos desde dentro, no desde un lugar puro e inaccesible. Precisamente porque hay distancia entre la vida y las ideas,  existe cambio social. Solo los fanáticos viven según sus ideas. El resto vivimos en la contradicción y gracias a ella.
El segundo aspecto de la coherencia es proponer salidas a los problemas sociales que sean tan radicales como la explicación que de ellos se ofrece. Aquí el problema está en creer que ver y analizar la raíz de las cosas obliga a transformarlas radicalmente y que las ideas deben ser la medida de la acción. Pero entender en profundidad los problemas es precisamente asumir su complejidad y sobre todo asumir la cantidad de vertientes, intereses y opiniones encontradas que contienen. Justamente porque los análisis son profundos, las soluciones no pueden ser simples ni radicales, en el sentido de cortar por lo sano, negar el compromiso, hacer tabla rasa, volver a empezar, etc.
Por el contrario, hay que tantear el terreno, asumir el riesgo del cambio, hacer alianzas, proponer mejoras que vayan sumando más personas a la causa que se defiende. Solo si la esfera religiosa y la política se confunden completamente, estas acciones moderadas y reformistas son imposibles. Si el capitalismo es el mal, por ejemplo, solo cabe acabar con él, en bloque, aunque no se sepa ni cómo hacerlo, ni qué vendrá después o lo remplazará. Reformarlo es como pactar con el diablo y quien lo hace queda “manchado” y pierde legitimidad. Si la prostitución es violencia, no se puede proponer ninguna medida que mejore la vida de las trabajadoras del sexo, pues sería como justificar o amparar la violencia, etc.
Esta llamada a la coherencia –que debería ser una medida relativa de distinción moral- tiene dos problemas: por un lado, unos, ante la exigencia de vivir como piensan, prefieren no pensar y vivir cómo les da la gana. Prefieren no ser anti capitalistas, ni ecologistas, ni feministas, para no tener que ser coherentes. Otros, por el contrario, deciden simplificar las ideas para hacerlas coherentes con su comportamiento. Ciertos rasgos de carácter o ciertas formas de vida, incluso ciertos hábitos o formas de vestir, serán entonces la prueba de la propia coherencia moral: ser vegetariano, sin ir más lejos, será visto como un rasgo de compromiso político.

Por último, algunos llevan la coherencia hasta el fanatismo y dejan de lado toda contradicción: vivirán según su credo y su idea del mundo y como tal cosa es imposible, pues todo está teñido de contagio y contradicción, intentarán cambiar el mundo a su imagen, imponiendo la coherencia a sangre y fuego.

martes, 5 de mayo de 2015

Las dos almas de Podemos

Se habla mucho de dos almas en Podemos, la rupturista, que quiere iniciar un proyecto constituyente y la “moderada”, de corazón o de estrategia, que quiere ganar las elecciones y por lo tanto necesita un discurso más centrado o central. Es verdad que hay dos almas, pero no tienen nada que ver con la radicalidad o la estrategia electoral, sino con la legitimidad de origen. Pues Podemos tiene dos fuentes que siempre cita y a menudo confunde: la crisis económica y el 15M. Y son dos fuentes socialmente muy diferentes, aunque se solapen. La crisis económica, los recortes, la desigualdad, remiten a un discurso de izquierdas, que exige redistribución de los recursos y nuevas formas de toma de decisiones, una refundación social demócrata, por así decirlo. Diversas izquierdas, mareas, descontentos más difusos y segmentos de clase obrera y media coinciden en sus filas y se reparten entre los tres o cuatro partidos de raíz socialista o comunista.

El 15M es otra cosa y exige otras formas políticas y otros discursos. Ante lo que se levanta el 15M, si lo entiendo bien, es ante el cierre de las posibilidades vitales de varias generaciones. Todos los mecanismos de integración social se han visto bloqueados, sobre todo el empleo, pero también las estructuras políticas y los puestos de poder. Los jóvenes, lo que incluye a personas que se acercan a los cuarenta, no tienen espacio de poder ni capacidad de mantener un proyecto de vida, algo empeorado hasta límites insoportables por la crisis de empleo. Las anteriores cohortes del babyboom clausuran su horizonte y prometen mantenerse por muchos años en los puestos de autoridad y en trabajos semi estables, burgueses u obreros. A eso se une la falta de una ilusión o empeño colectivo de cualquier tipo, como si todo hubiera terminado con la transición de la que sus mayores hablan constantemente. Sin proyecto generacional ni individual, ¿qué les queda? El 15M es sobre todo una revuelta generacional, de ahí que su discurso esencial no sea la redistribución sino el regeneracionismo (es decir, el recambio generacional). El mundo político no les representa, literalmente, pues además son una minoría en una sociedad que envejece. La transición no es su cuento. La participación no es una técnica sino una necesidad de colocar las energías en algún lugar interesante y relevante.

Cuando Podemos habla de que no existe derecha e izquierda, tiene razón, pues el descontento es transversal (generacional), lo que también puede representar Ciudadanos. Así que, paradójicamente, los discursos más radicales no vienen de la extrema izquierda, sino de la voluntad de recambio total de los jóvenes excluidos del proceso social. No solo no es un tema menor sino que el gran problema histórico de las sociedades siempre ha sido cómo incluir a las generaciones nuevas, en la propiedad de la tierra o en los símbolos patrios. Las masas de jóvenes árabes sin empleo bien lo saben (pero este es otro tema).

Por lo tanto las dos almas de Podemos son un problema real y sin solución, pues rara vez un único discurso puede absorber planos de la realidad diferentes y legitimidades tan ajenas (salvo en momentos revolucionarios o populistas, quizás). Pero es el mismo problema que tienen IU o el PSOE, todos incapaces de responder a la vez a un problema de redistribución y de regeneración. El neoliberalismo por su parte no conoce ese problema: solo ofrece integración a través del consumo y como todos sabemos, en ese mundo los jóvenes son siempre la vanguardia.