sábado, 7 de diciembre de 2019

Se nos amontonan los siglos


Creo que fue Eric Hobsbawm quien dijo que el siglo XIX debió ser fascinante porque no había manera de terminar con él. Parece que siempre llevamos un siglo de retraso, a juzgar por lo difícil que está siendo superar el siglo XX. Un siglo corto para Europa, con solo dos periodos: la segunda guerra de los treinta años (Dahrendorf), que va de 1914 a 1945, y los treinta gloriosos de la socialdemocracia que terminan con la caída del imperio soviético. Un periodo extraño, hecho de espejos: en Occidente, perdió el comunismo en la práctica, pero triunfó en las ideas, mientras que la social democracia empezó a perder el día en que podía haberse extendido al otro lado del muro. Y en ese otro lado, una vez derrotado el comunismo, triunfó el liberalismo en la teoría, mientras que en la práctica… quién sabe qué triunfó…,  y así hasta el infinito.

Aún seguimos intentando comprenderlo, mientras nos adentramos con temor en el siglo XXI. Caminamos hacia atrás, como cangrejos, mirando fascinados el gran siglo de las ideologías y las matanzas, mientras la Historia sigue alegremente su curso, indiferente a nuestros deseos de parar el tiempo y tener un poco de calma para pensar. 

Una vez más, lo difícil es el reto que preocupa a Dahrendorf en “El recomienzo de la historia”: cómo crear instituciones que preserven la libertad de los ciudadanos a la vez que se conservan o recrean las ligaduras que nos unen. Desde que él escribió el libro, tras las revoluciones de 1989 en el Este de Europa, las relaciones de mercado han seguido con su incansable trabajo de disolvente, y los ciudadanos han seguido separándose en tres grupos: los que pueden prosperar en una sociedad cada vez más abierta (en sus fronteras, en sus estilos de vida, en sus oportunidades económicas), los que se quedan fuera en una sociedad cada vez más cerrada (en sus fronteras, en sus estilos de vida, en sus oportunidades económicas), y los que están en medio, ofendidos por el desprecio de los primeros hacia las ligaduras sociales y morales, aterrados por la posibilidad de formar parte de los segundos, los excluidos, apátridas, pobres de solemnidad. Dispuestos una vez más a renunciar a un poco de insulsa libertad a cambio de la seguridad perdida. Confundiendo el ansia de sentido con la petición de orden, la justicia económica con la prioridad nacional.

En estos desplazamientos y corrimientos, el Estado ha renunciado a su papel, garantizar derechos de ciudadanía, lo que incluye un umbral de justicia económica, y se ha puesto a trabajar para crear sociedad: mientras retrocede la política (social, de vivienda, industrial, etc.) se multiplican los tejedores oficiales de vínculos, dinamizadores, trabajadores sociales, diseñadores urbanos, visitadores de ancianos, animadores, mediadores, etc. El Estado persigue a la sociedad que a su vez persigue al mercado que se persigue a sí mismo, en un extraño juego consistente en dar vueltas alrededor de las sillas al son de la música, mientras van quedando menos sillas.

Hay que pensar en nuevas instituciones que puedan sostener la libertad y la seguridad al mismo tiempo. Evitar, siguiendo el rigor del pensamiento liberal (tan opuesto a la frivolidad del neoliberalismo), el sueño de mundos perfectos o la nostalgia de la vieja lucha de clases. Ni Utopía ni Arcadia, dice Dahrendorf. No parece que nuestro mundo político esté muy por la labor austera de crear instituciones y dejar en paz las culturas locales y los hábitos privados.  

En cuanto a la ciudadanía, ante la difícil tarea de volver a pensar el papel de cada cuál, prefiere hablar del planeta -único territorio que permite mezclar descaradamente Utopía y Arcadia. Como además el planeta y sus gases son totalmente ajenos a la política, cumplen perfectamente su función de iluminarnos y cegarnos a la vez, de cegarnos con la potente luz de la nada.

Mientras, el siglo XXI a su bola.