Creo que fue Eric Hobsbawm quien dijo
que el siglo XIX debió ser fascinante porque no había manera de terminar con
él. Parece que siempre llevamos un siglo de retraso, a juzgar por lo difícil que
está siendo superar el siglo XX. Un siglo corto para Europa, con solo dos
periodos: la segunda guerra de los treinta años (Dahrendorf), que va de 1914 a
1945, y los treinta gloriosos de la socialdemocracia que terminan con la caída
del imperio soviético. Un periodo extraño, hecho de espejos: en Occidente,
perdió el comunismo en la práctica, pero triunfó en las ideas, mientras que la
social democracia empezó a perder el día en que podía haberse extendido al otro
lado del muro. Y en ese otro lado, una vez derrotado el comunismo, triunfó el
liberalismo en la teoría, mientras que en la práctica… quién sabe qué triunfó…,
y así hasta el infinito.
Aún seguimos intentando
comprenderlo, mientras nos adentramos con temor en el siglo XXI. Caminamos
hacia atrás, como cangrejos, mirando fascinados el gran siglo de las ideologías
y las matanzas, mientras la Historia sigue alegremente su curso, indiferente a
nuestros deseos de parar el tiempo y tener un poco de calma para pensar.
Una vez más, lo difícil es el
reto que preocupa a Dahrendorf en “El recomienzo de la historia”: cómo crear
instituciones que preserven la libertad de los ciudadanos a la vez que se
conservan o recrean las ligaduras que nos unen. Desde que él escribió el libro,
tras las revoluciones de 1989 en el Este de Europa, las relaciones de mercado
han seguido con su incansable trabajo de disolvente, y los ciudadanos han
seguido separándose en tres grupos: los que pueden prosperar en una sociedad
cada vez más abierta (en sus fronteras, en sus estilos de vida, en sus
oportunidades económicas), los que se quedan fuera en una sociedad cada vez más
cerrada (en sus fronteras, en sus estilos de vida, en sus oportunidades
económicas), y los que están en medio, ofendidos por el desprecio de los
primeros hacia las ligaduras sociales y morales, aterrados por la posibilidad de
formar parte de los segundos, los excluidos, apátridas, pobres de solemnidad. Dispuestos
una vez más a renunciar a un poco de insulsa libertad a cambio de la seguridad
perdida. Confundiendo el ansia de sentido con la petición de orden, la justicia
económica con la prioridad nacional.
En estos desplazamientos y
corrimientos, el Estado ha renunciado a su papel, garantizar derechos de
ciudadanía, lo que incluye un umbral de justicia económica, y se ha puesto a
trabajar para crear sociedad: mientras retrocede la política (social, de
vivienda, industrial, etc.) se multiplican los tejedores oficiales de vínculos,
dinamizadores, trabajadores sociales, diseñadores urbanos, visitadores de
ancianos, animadores, mediadores, etc. El Estado persigue a la sociedad que a
su vez persigue al mercado que se persigue a sí mismo, en un extraño juego consistente
en dar vueltas alrededor de las sillas al son de la música, mientras van
quedando menos sillas.
Hay que pensar en nuevas
instituciones que puedan sostener la libertad y la seguridad al mismo tiempo.
Evitar, siguiendo el rigor del pensamiento liberal (tan opuesto a la frivolidad
del neoliberalismo), el sueño de mundos perfectos o la nostalgia de la vieja
lucha de clases. Ni Utopía ni Arcadia, dice Dahrendorf. No parece que nuestro
mundo político esté muy por la labor austera de crear instituciones y dejar en
paz las culturas locales y los hábitos privados.
En cuanto a la ciudadanía, ante
la difícil tarea de volver a pensar el papel de cada cuál, prefiere hablar del
planeta -único territorio que permite mezclar descaradamente Utopía y Arcadia.
Como además el planeta y sus gases son totalmente ajenos a la política, cumplen
perfectamente su función de iluminarnos y cegarnos a la vez, de cegarnos con la
potente luz de la nada.
Mientras, el siglo XXI a su bola.
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