miércoles, 10 de junio de 2015

Sobre la transparencia

El secreto solía ser el núcleo del poder, pero también del amor; el silencio la prueba de una mente superior, el laberinto la representación de la búsqueda del conocimiento. Cuando reclamamos transparencia, la palabra de moda, deberíamos saber todo lo que cae junto con el secreto. Sin duda el ciudadano merece saber cómo y dónde se toman las decisiones, pero no necesariamente tiene que ser testigo del proceso.  ¿Alguien piensa realmente que se puede negociar en público? ¿Creemos que es posible la diplomacia cuando todas las comunicaciones pueden ser desveladas? ¿Puede existir la política sin opacidad?
Si el símbolo moderno del poder es el panóptico, desde donde es posible observar y regular el comportamiento de los ciudadanos, el símbolo posmoderno es el poder transparente, que controla a las personas precisamente porque éstas están obligadas a mirarlo sin fin. Los países protestantes tienen en sus casas ventanas sin visillos porque el buen cristiano no tiene nada que ocultar y porque la mirada de sus vecinos confirma su virtud. En los países católicos ni siquiera Dios conoce del todo el alma humana y hace falta la confesión para hacerle llegar, junto con el arrepentimiento, la narración de nuestros pecados. La Iglesia se sitúa así entre Dios y el alma, como un visillo que además entorpece la mirada de la comunidad. Esta opacidad de la Iglesia mantenía a salvo el secreto y daba tiempo al creyente para negociar con la virtud y el pecado.
En la lucha sin cuartel contra la hipocresía, todos los velos han ido cayendo, también en las relaciones sentimentales donde se nos pide que nos hagamos predecibles por la exposición continua de nuestros estados de ánimo. Ahora lo reclamamos de la política: todos queremos estar presentes en todo momento, sin representación, otra opacidad, sin el secreto que da tiempo para moderar la virtud y dejar de lado las buenas intenciones. Conocer los laberintos del poder no nos hace más sabios sino que nos ata a una contemplación continua e hipnotizada de su fuerza y de su monstruosa debilidad.
Para dar ejemplo, abrimos nuestras cuentas corrientes, exhibimos nuestras conversaciones, y exponemos a nuestros amigos a la mirada incansable de la comunidad y del poder. La red es la gran transparencia que nos atrapa y nos confunde en su juego de espejos.

Nuestros cuerpos transparentes son todavía una metáfora, pero por poco tiempo. Pronto tendremos una piel transparente para que los médicos puedan intervenir a tiempo en nuestros tumores. Así seguimos abriendo nuestros límites al bisturí y regalando nuevos campos para que juegue el mercado, que es la Transparencia absoluta. Y en lugar de defender nuestra opacidad, nuestra doblez, nuestra intimidad, como diría José Luis Pardo, reclamamos a voces aquello que nos expone, nos vulnera y nos banaliza. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario