viernes, 15 de noviembre de 2024

 

El mal y la falta de estructura

El mal no es un contenido, sino un vacío. Solemos creer que la maldad nace de un interés concreto y egoísta, de un placer de ver sufrir, de alguna forma esencial de amor por la destrucción. Esperamos una intención, y al hacerlo, al presuponer motivos y lógica, caemos en sus brazos o más bien nos damos de bruces con el suelo, pues la maldad no sostiene nada.

La maldad es sobre todo ausencia de sentido. No es lo opuesto al bien, su otra cara, su doble maligno. Es otra cosa y está en otro lugar, o en ningún lugar. Carece de orientación, de motivación, de finalidad. Su única verdad es vivir de la energía del bien y absorber esa energía para existir, generar el vacío como un remolino y aplanar el sentido de la vida hasta hacer indiscernible lo bueno y lo malo. Romper el espejo porque al mirarse no se refleja nada. Por eso, el mal es siempre vampírico.

El bien por el contrario es un lleno, pero ¿un lleno de qué? Un lleno de uno mismo, es decir de los otros, pues lo único que llena la psique humana es la relación íntima y conflictiva con los demás. Cuando esas relaciones existen y son densas, el interior de la conciencia se llena de distancias, no se fusiona consigo misma, sino que tiene espacio y en ese espacio se puede distinguir y se puede ironizar. El bien es siempre irónico, pues no está pegado a sí mismo. Y eso le permite la crítica, crítica de sus propias intenciones y motivaciones, claro está. El bien no es más que la capacidad auto crítica. Cuando hay conflictos y oposición a sus deseos, cuando entra en contradicción, no se desmorona, no se repliega o ataca, sino que incluye una doblez más en su ya plegada mente. Como un abanico o una servilleta muy usada.  

El mal carece de ironía pues carece de “otros” interiores que tengan fuerza y capacidad para generar distancias. Está pegado a sí mismo, no tiene plasticidad, y por lo tanto la contradicción o la oposición amenazan con destruirlo. ¿De dónde proviene esa falta? Arno Gruen en su libro El extraño que llevamos dentro: El origen del odio y la violencia en las personas y las sociedades habla del nacimiento del nazismo y de la psicología de Hitler. El psiquiatra suizo explica cómo el niño que crece sin amor, con exceso de frialdad, crítica o violencia por parte de sus padres, no logra reconocer su propio ser y sus necesidades y se separa de su dolor aislándolo y disociándolo. Ese no conocimiento de sí mismo lo expone siempre al terror de ser descubierto o de sentir en exceso el sufrimiento que reprimió en la infancia. Solo sabe sentir a través de otros, dominando o simulando poder, o provocando dolor y angustia. Proyecta en otros su miedo y absorbe su vitalidad. El maltrato en la pareja tiene esta dinámica. Muchas acciones cotidianas de narcisistas perversos tienen esa dinámica.

Gruen explica cómo un estilo de relación parental convirtió a una generación de alemanes en adultos incapaces de sentir la contradicción de la vida y el conflicto con los demás sin tener que proyectar dolor en otros o disimular la impotencia siguiendo a un hombre fuerte. Algo parecido cuenta Haneke en la película “La cinta blanca”. Creo que ahora estamos en una época que provoca también la emergencia de la maldad. Las formas familiares actuales son casi opuestas a la educación prusiana del siglo XX, pero el exceso de fusión con los hijos e hijas, la competencia extrema a la que se empuja a los niños, la soledad y falta de experiencia de la infancia moderna pueden provocar esos efectos.

Pero sobre todo la época se parece porque se han desmoronado las estructuras que disimulan o sostienen estas tensiones psicológicas. Cuando existen estructuras morales de sentido, mucha gente se orienta por ellas u oculta su vacío bajo sus ropajes, o su maldad o bondad son contenidas y como encauzadas por sus normas. Esas estructuras pueden ser el Estado o la Nación, la iglesia, la familia, la empresa o el partido. Las propias estructuras pueden generar daño, y desde luego consagran la diferencia y la injusticia, pero impiden la fusión y la amalgama. La gente tiene un puesto, un lugar, un espacio, y una distancia.

No necesitan vivir “a pelo” contra los demás, sobre los demás, sintiendo su común humanidad que repele, la fraternidad que obliga a rivalizar, a compararse, a sentirse menos, a querer ser más. A sentirse en riesgo de disiparse, ante tanto vacío interior. Las personas que tienen una estructura propia, creada en los vínculos ricos desde la infancia, pueden sostenerse y sostener a otros similares. Pero las que no han generado esa estructura autónoma y en ausencia de una moral externa y de una contención, solo pueden destruir, odiar, o esperar que un hombre fuerte les saque de su sentimiento de inferioridad.  En los años veinte del siglo XX se desmoronaron las estructuras de sentido tradicionales, religión y aldea, familia y moral. Hicieron falta dos guerras mundiales para crear otras que volvieron a encauzar la violencia.

Ahora estamos de nuevo perdiendo el partido y la nación, la democracia, el barrio y la clase, y hasta el género está en retroceso como estructura. Hannah Arendt explicó también como la igualdad de condición genera repulsión en mucha gente que no puede reconocer al otro porque no se reconoce a sí mismo. El mal asoma y se desborda en nuestro mundo sin estructuras, con la reaparición de los falsos hombres fuertes, todos pueriles narcisistas, y con las maldades cotidianas desatadas. No tiene intenciones ni ideas ni propósitos, solo vivir de las fuerzas vitales ajenas y disimular -hasta la muerte- su vacío y su nada.

Por eso es tan difícil de combatir. Cualquier cosa que se haga en su contra, cualquier acción que se oriente a limitar su daño es tomada como energía y le da fuerzas. Sabe vivir contra y sabe hacerse pasar por otros, su vacío le permite adoptar todas las máscaras. Habría que estarse quietos y hacerse los muertos y su energía se hundiría, el mal se desmoronaría, pero ¿qué sociedad puede permitirse eso? Habría que hacerse a un lado, como en los dibujos animados para que el mal saltara al vacío, impulsado por su rabia. Algo que entendieron perfectamente los escritores de entreguerras, Kafka sobre todo, Mann, Gombrowicz. Lo hicieron en la escritura, hacerse a un lado y desviar el golpe, al menos simbólico.

Pero esa es otra historia.

 

 

 

 

lunes, 16 de septiembre de 2024

 

Odio a Taylor Swift

 

El exabrupto de Trump ante el apoyo de la cantante a su rival en las elecciones presidenciales ha despertado la ironía de las redes. Un hombre mayor, millonario, con enorme poder, un ex presidente de los Estados Unidos, que opta al mandato de nuevo, y que se permite una rabieta contra una joven que no tiene más poder que su inmensa fama como artista de pop. Esta visión ha sido la reacción más habitual, sobre todo de la izquierda. Pero quizás, una vez más, erramos el tiro (lo que no es broma, dado que Trump ha escapado ya a dos intentos de asesinato). ¿Seguro que Trump no hace más que mostrar frustración y rabieta? ¿Seguro que Taylor no tiene poder?

Veámoslo de otro modo. El fenómeno Taylor Swift es asombroso para las personas de la generación boomer. Nuestros héroes musicales eran hombres rockeros que representaban todo lo que las mujeres no podíamos ser u obtener, sexo, drogas, dinero, libertad. Eran la cara contracultural de todo aquello que eran los hombres en la realidad social, responsables, con poder, renunciando a su libertad para ser cabezas de familia. Ser una mujer libre era imitarlos y poder, al fin, subirse a una moto y emborracharse. Nada malo como plan, pero desde luego una imagen de la igualdad donde los valores masculinos eran absolutamente superiores. Ellos tenían la gracia, y solo teníamos que imitarlos para ver si algo nos caía de esa capa mítica. Por el contrario, en los conciertos de Taylor, un ejército de niñas baila y canta sus canciones e intercambia pulseritas. Se reconocen en las letras de una artista que les dice que no tienen que ser hombres -ni poderosas mujeres de minorías raciales- para tener vidas interesantes. Y que tienen derecho a todo, al lirismo y a la cursilería, al amor y al poder, al dolor y hasta al malditismo de los poetas torturados, el más lejano y valioso de los campos vetados a las mujeres, el fracaso y su épica. Las tonterías de sus vidas valen exactamente lo mismo que las bobadas de los Rolling Stones y sus letras supuestamente salvajes. Si a ellos se los tomó en serio, ¿por qué no a ellas y sus vidas y tormentos?

Resulta que este fenómeno es la prueba de un enorme vuelco sociológico, el triunfo real del feminismo, el cambio de eje del mundo de los hombres al de las adolescentes, de los padres a las hijas, por así decirlo. Detrás de esta transformación está el fin del mundo industrial, de la familia nuclear, del género como institución, de la nación y de la responsabilidad masculina sobre el mundo. Casi nada. Los perdedores de este cambio son los ganadores del modelo anterior, hombres trabajadores y responsables de sus familias, que recibían a cambio de renunciar a ser muchachos contraculturales el aprecio social, el respeto de sus mujeres y un salario. Todo lo cual se ha venido abajo.

Por lo tanto, Taylor Swift representa realmente lo que odian y no comprenden. Muchos de esos hombres están atravesando una profunda crisis moral que se ha expresado demográficamente en las muertes por desesperación (alcoholismo, accidentes, suicidios, etc.) de una generación de hombres trabajadores blancos en USA, y políticamente en el voto masculino a la derecha populista.

Así que cuando Trump dice que odia a Taylor Swift está tocando una tecla muy directa y profunda en el corazón de esa América que no entiende el vuelo de las adolescentes que ven el campo libre, por primera vez en la Historia, para expresar sus anhelos y reivindicar sus vidas. Vale la pena entender que Trump solo dice literalmente y legitima lo que millones sienten si se quiere tener alguna oportunidad de ganarle.