El mal y la falta de estructura
El mal no es un contenido, sino
un vacío. Solemos creer que la maldad nace de un interés concreto y egoísta, de
un placer de ver sufrir, de alguna forma esencial de amor por la destrucción. Esperamos
una intención, y al hacerlo, al presuponer motivos y lógica, caemos en sus
brazos o más bien nos damos de bruces con el suelo, pues la maldad no sostiene
nada.
La maldad es sobre todo ausencia
de sentido. No es lo opuesto al bien, su otra cara, su doble maligno. Es otra
cosa y está en otro lugar, o en ningún lugar. Carece de orientación, de
motivación, de finalidad. Su única verdad es vivir de la energía del bien y absorber
esa energía para existir, generar el vacío como un remolino y aplanar el
sentido de la vida hasta hacer indiscernible lo bueno y lo malo. Romper el
espejo porque al mirarse no se refleja nada. Por eso, el mal es siempre
vampírico.
El bien por el contrario es un
lleno, pero ¿un lleno de qué? Un lleno de uno mismo, es decir de los otros,
pues lo único que llena la psique humana es la relación íntima y conflictiva
con los demás. Cuando esas relaciones existen y son densas, el interior de la
conciencia se llena de distancias, no se fusiona consigo misma, sino que tiene
espacio y en ese espacio se puede distinguir y se puede ironizar. El bien es
siempre irónico, pues no está pegado a sí mismo. Y eso le permite la crítica,
crítica de sus propias intenciones y motivaciones, claro está. El bien no es
más que la capacidad auto crítica. Cuando hay conflictos y oposición a sus
deseos, cuando entra en contradicción, no se desmorona, no se repliega o ataca,
sino que incluye una doblez más en su ya plegada mente. Como un abanico o una
servilleta muy usada.
El mal carece de ironía pues
carece de “otros” interiores que tengan fuerza y capacidad para generar
distancias. Está pegado a sí mismo, no tiene plasticidad, y por lo tanto la
contradicción o la oposición amenazan con destruirlo. ¿De dónde proviene esa
falta? Arno Gruen en su libro El extraño que llevamos dentro: El origen del
odio y la violencia en las personas y las sociedades habla del nacimiento
del nazismo y de la psicología de Hitler. El psiquiatra suizo explica cómo el
niño que crece sin amor, con exceso de frialdad, crítica o violencia por parte
de sus padres, no logra reconocer su propio ser y sus necesidades y se separa
de su dolor aislándolo y disociándolo. Ese no conocimiento de sí mismo lo
expone siempre al terror de ser descubierto o de sentir en exceso el
sufrimiento que reprimió en la infancia. Solo sabe sentir a través de otros,
dominando o simulando poder, o provocando dolor y angustia. Proyecta en otros
su miedo y absorbe su vitalidad. El maltrato en la pareja tiene esta dinámica. Muchas
acciones cotidianas de narcisistas perversos tienen esa dinámica.
Gruen explica cómo un estilo de
relación parental convirtió a una generación de alemanes en adultos incapaces
de sentir la contradicción de la vida y el conflicto con los demás sin tener
que proyectar dolor en otros o disimular la impotencia siguiendo a un hombre
fuerte. Algo parecido cuenta Haneke en la película “La cinta blanca”. Creo que
ahora estamos en una época que provoca también la emergencia de la maldad. Las
formas familiares actuales son casi opuestas a la educación prusiana del siglo
XX, pero el exceso de fusión con los hijos e hijas, la competencia extrema a la
que se empuja a los niños, la soledad y falta de experiencia de la infancia
moderna pueden provocar esos efectos.
Pero sobre todo la época se
parece porque se han desmoronado las estructuras que disimulan o sostienen estas
tensiones psicológicas. Cuando existen estructuras morales de sentido, mucha
gente se orienta por ellas u oculta su vacío bajo sus ropajes, o su maldad o
bondad son contenidas y como encauzadas por sus normas. Esas estructuras pueden
ser el Estado o la Nación, la iglesia, la familia, la empresa o el partido. Las
propias estructuras pueden generar daño, y desde luego consagran la diferencia
y la injusticia, pero impiden la fusión y la amalgama. La gente tiene un
puesto, un lugar, un espacio, y una distancia.
No necesitan vivir “a pelo”
contra los demás, sobre los demás, sintiendo su común humanidad que repele, la
fraternidad que obliga a rivalizar, a compararse, a sentirse menos, a querer
ser más. A sentirse en riesgo de disiparse, ante tanto vacío interior. Las
personas que tienen una estructura propia, creada en los vínculos ricos desde
la infancia, pueden sostenerse y sostener a otros similares. Pero las que no
han generado esa estructura autónoma y en ausencia de una moral externa y de
una contención, solo pueden destruir, odiar, o esperar que un hombre fuerte les
saque de su sentimiento de inferioridad. En los años veinte del siglo XX se
desmoronaron las estructuras de sentido tradicionales, religión y aldea,
familia y moral. Hicieron falta dos guerras mundiales para crear otras que
volvieron a encauzar la violencia.
Ahora estamos de nuevo perdiendo
el partido y la nación, la democracia, el barrio y la clase, y hasta el género
está en retroceso como estructura. Hannah Arendt explicó también como la
igualdad de condición genera repulsión en mucha gente que no puede reconocer al
otro porque no se reconoce a sí mismo. El mal asoma y se desborda en nuestro
mundo sin estructuras, con la reaparición de los falsos hombres fuertes, todos pueriles
narcisistas, y con las maldades cotidianas desatadas. No tiene intenciones ni
ideas ni propósitos, solo vivir de las fuerzas vitales ajenas y disimular
-hasta la muerte- su vacío y su nada.
Por eso es tan difícil de
combatir. Cualquier cosa que se haga en su contra, cualquier acción que se
oriente a limitar su daño es tomada como energía y le da fuerzas. Sabe vivir
contra y sabe hacerse pasar por otros, su vacío le permite adoptar todas las
máscaras. Habría que estarse quietos y hacerse los muertos y su energía se
hundiría, el mal se desmoronaría, pero ¿qué sociedad puede permitirse eso?
Habría que hacerse a un lado, como en los dibujos animados para que el mal
saltara al vacío, impulsado por su rabia. Algo que entendieron perfectamente
los escritores de entreguerras, Kafka sobre todo, Mann, Gombrowicz. Lo hicieron
en la escritura, hacerse a un lado y desviar el golpe, al menos simbólico.
Pero esa es otra historia.
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