viernes, 15 de noviembre de 2024

 

El mal y la falta de estructura

El mal no es un contenido, sino un vacío. Solemos creer que la maldad nace de un interés concreto y egoísta, de un placer de ver sufrir, de alguna forma esencial de amor por la destrucción. Esperamos una intención, y al hacerlo, al presuponer motivos y lógica, caemos en sus brazos o más bien nos damos de bruces con el suelo, pues la maldad no sostiene nada.

La maldad es sobre todo ausencia de sentido. No es lo opuesto al bien, su otra cara, su doble maligno. Es otra cosa y está en otro lugar, o en ningún lugar. Carece de orientación, de motivación, de finalidad. Su única verdad es vivir de la energía del bien y absorber esa energía para existir, generar el vacío como un remolino y aplanar el sentido de la vida hasta hacer indiscernible lo bueno y lo malo. Romper el espejo porque al mirarse no se refleja nada. Por eso, el mal es siempre vampírico.

El bien por el contrario es un lleno, pero ¿un lleno de qué? Un lleno de uno mismo, es decir de los otros, pues lo único que llena la psique humana es la relación íntima y conflictiva con los demás. Cuando esas relaciones existen y son densas, el interior de la conciencia se llena de distancias, no se fusiona consigo misma, sino que tiene espacio y en ese espacio se puede distinguir y se puede ironizar. El bien es siempre irónico, pues no está pegado a sí mismo. Y eso le permite la crítica, crítica de sus propias intenciones y motivaciones, claro está. El bien no es más que la capacidad auto crítica. Cuando hay conflictos y oposición a sus deseos, cuando entra en contradicción, no se desmorona, no se repliega o ataca, sino que incluye una doblez más en su ya plegada mente. Como un abanico o una servilleta muy usada.  

El mal carece de ironía pues carece de “otros” interiores que tengan fuerza y capacidad para generar distancias. Está pegado a sí mismo, no tiene plasticidad, y por lo tanto la contradicción o la oposición amenazan con destruirlo. ¿De dónde proviene esa falta? Arno Gruen en su libro El extraño que llevamos dentro: El origen del odio y la violencia en las personas y las sociedades habla del nacimiento del nazismo y de la psicología de Hitler. El psiquiatra suizo explica cómo el niño que crece sin amor, con exceso de frialdad, crítica o violencia por parte de sus padres, no logra reconocer su propio ser y sus necesidades y se separa de su dolor aislándolo y disociándolo. Ese no conocimiento de sí mismo lo expone siempre al terror de ser descubierto o de sentir en exceso el sufrimiento que reprimió en la infancia. Solo sabe sentir a través de otros, dominando o simulando poder, o provocando dolor y angustia. Proyecta en otros su miedo y absorbe su vitalidad. El maltrato en la pareja tiene esta dinámica. Muchas acciones cotidianas de narcisistas perversos tienen esa dinámica.

Gruen explica cómo un estilo de relación parental convirtió a una generación de alemanes en adultos incapaces de sentir la contradicción de la vida y el conflicto con los demás sin tener que proyectar dolor en otros o disimular la impotencia siguiendo a un hombre fuerte. Algo parecido cuenta Haneke en la película “La cinta blanca”. Creo que ahora estamos en una época que provoca también la emergencia de la maldad. Las formas familiares actuales son casi opuestas a la educación prusiana del siglo XX, pero el exceso de fusión con los hijos e hijas, la competencia extrema a la que se empuja a los niños, la soledad y falta de experiencia de la infancia moderna pueden provocar esos efectos.

Pero sobre todo la época se parece porque se han desmoronado las estructuras que disimulan o sostienen estas tensiones psicológicas. Cuando existen estructuras morales de sentido, mucha gente se orienta por ellas u oculta su vacío bajo sus ropajes, o su maldad o bondad son contenidas y como encauzadas por sus normas. Esas estructuras pueden ser el Estado o la Nación, la iglesia, la familia, la empresa o el partido. Las propias estructuras pueden generar daño, y desde luego consagran la diferencia y la injusticia, pero impiden la fusión y la amalgama. La gente tiene un puesto, un lugar, un espacio, y una distancia.

No necesitan vivir “a pelo” contra los demás, sobre los demás, sintiendo su común humanidad que repele, la fraternidad que obliga a rivalizar, a compararse, a sentirse menos, a querer ser más. A sentirse en riesgo de disiparse, ante tanto vacío interior. Las personas que tienen una estructura propia, creada en los vínculos ricos desde la infancia, pueden sostenerse y sostener a otros similares. Pero las que no han generado esa estructura autónoma y en ausencia de una moral externa y de una contención, solo pueden destruir, odiar, o esperar que un hombre fuerte les saque de su sentimiento de inferioridad.  En los años veinte del siglo XX se desmoronaron las estructuras de sentido tradicionales, religión y aldea, familia y moral. Hicieron falta dos guerras mundiales para crear otras que volvieron a encauzar la violencia.

Ahora estamos de nuevo perdiendo el partido y la nación, la democracia, el barrio y la clase, y hasta el género está en retroceso como estructura. Hannah Arendt explicó también como la igualdad de condición genera repulsión en mucha gente que no puede reconocer al otro porque no se reconoce a sí mismo. El mal asoma y se desborda en nuestro mundo sin estructuras, con la reaparición de los falsos hombres fuertes, todos pueriles narcisistas, y con las maldades cotidianas desatadas. No tiene intenciones ni ideas ni propósitos, solo vivir de las fuerzas vitales ajenas y disimular -hasta la muerte- su vacío y su nada.

Por eso es tan difícil de combatir. Cualquier cosa que se haga en su contra, cualquier acción que se oriente a limitar su daño es tomada como energía y le da fuerzas. Sabe vivir contra y sabe hacerse pasar por otros, su vacío le permite adoptar todas las máscaras. Habría que estarse quietos y hacerse los muertos y su energía se hundiría, el mal se desmoronaría, pero ¿qué sociedad puede permitirse eso? Habría que hacerse a un lado, como en los dibujos animados para que el mal saltara al vacío, impulsado por su rabia. Algo que entendieron perfectamente los escritores de entreguerras, Kafka sobre todo, Mann, Gombrowicz. Lo hicieron en la escritura, hacerse a un lado y desviar el golpe, al menos simbólico.

Pero esa es otra historia.

 

 

 

 

lunes, 16 de septiembre de 2024

 

Odio a Taylor Swift

 

El exabrupto de Trump ante el apoyo de la cantante a su rival en las elecciones presidenciales ha despertado la ironía de las redes. Un hombre mayor, millonario, con enorme poder, un ex presidente de los Estados Unidos, que opta al mandato de nuevo, y que se permite una rabieta contra una joven que no tiene más poder que su inmensa fama como artista de pop. Esta visión ha sido la reacción más habitual, sobre todo de la izquierda. Pero quizás, una vez más, erramos el tiro (lo que no es broma, dado que Trump ha escapado ya a dos intentos de asesinato). ¿Seguro que Trump no hace más que mostrar frustración y rabieta? ¿Seguro que Taylor no tiene poder?

Veámoslo de otro modo. El fenómeno Taylor Swift es asombroso para las personas de la generación boomer. Nuestros héroes musicales eran hombres rockeros que representaban todo lo que las mujeres no podíamos ser u obtener, sexo, drogas, dinero, libertad. Eran la cara contracultural de todo aquello que eran los hombres en la realidad social, responsables, con poder, renunciando a su libertad para ser cabezas de familia. Ser una mujer libre era imitarlos y poder, al fin, subirse a una moto y emborracharse. Nada malo como plan, pero desde luego una imagen de la igualdad donde los valores masculinos eran absolutamente superiores. Ellos tenían la gracia, y solo teníamos que imitarlos para ver si algo nos caía de esa capa mítica. Por el contrario, en los conciertos de Taylor, un ejército de niñas baila y canta sus canciones e intercambia pulseritas. Se reconocen en las letras de una artista que les dice que no tienen que ser hombres -ni poderosas mujeres de minorías raciales- para tener vidas interesantes. Y que tienen derecho a todo, al lirismo y a la cursilería, al amor y al poder, al dolor y hasta al malditismo de los poetas torturados, el más lejano y valioso de los campos vetados a las mujeres, el fracaso y su épica. Las tonterías de sus vidas valen exactamente lo mismo que las bobadas de los Rolling Stones y sus letras supuestamente salvajes. Si a ellos se los tomó en serio, ¿por qué no a ellas y sus vidas y tormentos?

Resulta que este fenómeno es la prueba de un enorme vuelco sociológico, el triunfo real del feminismo, el cambio de eje del mundo de los hombres al de las adolescentes, de los padres a las hijas, por así decirlo. Detrás de esta transformación está el fin del mundo industrial, de la familia nuclear, del género como institución, de la nación y de la responsabilidad masculina sobre el mundo. Casi nada. Los perdedores de este cambio son los ganadores del modelo anterior, hombres trabajadores y responsables de sus familias, que recibían a cambio de renunciar a ser muchachos contraculturales el aprecio social, el respeto de sus mujeres y un salario. Todo lo cual se ha venido abajo.

Por lo tanto, Taylor Swift representa realmente lo que odian y no comprenden. Muchos de esos hombres están atravesando una profunda crisis moral que se ha expresado demográficamente en las muertes por desesperación (alcoholismo, accidentes, suicidios, etc.) de una generación de hombres trabajadores blancos en USA, y políticamente en el voto masculino a la derecha populista.

Así que cuando Trump dice que odia a Taylor Swift está tocando una tecla muy directa y profunda en el corazón de esa América que no entiende el vuelo de las adolescentes que ven el campo libre, por primera vez en la Historia, para expresar sus anhelos y reivindicar sus vidas. Vale la pena entender que Trump solo dice literalmente y legitima lo que millones sienten si se quiere tener alguna oportunidad de ganarle.

 

sábado, 7 de diciembre de 2019

Se nos amontonan los siglos


Creo que fue Eric Hobsbawm quien dijo que el siglo XIX debió ser fascinante porque no había manera de terminar con él. Parece que siempre llevamos un siglo de retraso, a juzgar por lo difícil que está siendo superar el siglo XX. Un siglo corto para Europa, con solo dos periodos: la segunda guerra de los treinta años (Dahrendorf), que va de 1914 a 1945, y los treinta gloriosos de la socialdemocracia que terminan con la caída del imperio soviético. Un periodo extraño, hecho de espejos: en Occidente, perdió el comunismo en la práctica, pero triunfó en las ideas, mientras que la social democracia empezó a perder el día en que podía haberse extendido al otro lado del muro. Y en ese otro lado, una vez derrotado el comunismo, triunfó el liberalismo en la teoría, mientras que en la práctica… quién sabe qué triunfó…,  y así hasta el infinito.

Aún seguimos intentando comprenderlo, mientras nos adentramos con temor en el siglo XXI. Caminamos hacia atrás, como cangrejos, mirando fascinados el gran siglo de las ideologías y las matanzas, mientras la Historia sigue alegremente su curso, indiferente a nuestros deseos de parar el tiempo y tener un poco de calma para pensar. 

Una vez más, lo difícil es el reto que preocupa a Dahrendorf en “El recomienzo de la historia”: cómo crear instituciones que preserven la libertad de los ciudadanos a la vez que se conservan o recrean las ligaduras que nos unen. Desde que él escribió el libro, tras las revoluciones de 1989 en el Este de Europa, las relaciones de mercado han seguido con su incansable trabajo de disolvente, y los ciudadanos han seguido separándose en tres grupos: los que pueden prosperar en una sociedad cada vez más abierta (en sus fronteras, en sus estilos de vida, en sus oportunidades económicas), los que se quedan fuera en una sociedad cada vez más cerrada (en sus fronteras, en sus estilos de vida, en sus oportunidades económicas), y los que están en medio, ofendidos por el desprecio de los primeros hacia las ligaduras sociales y morales, aterrados por la posibilidad de formar parte de los segundos, los excluidos, apátridas, pobres de solemnidad. Dispuestos una vez más a renunciar a un poco de insulsa libertad a cambio de la seguridad perdida. Confundiendo el ansia de sentido con la petición de orden, la justicia económica con la prioridad nacional.

En estos desplazamientos y corrimientos, el Estado ha renunciado a su papel, garantizar derechos de ciudadanía, lo que incluye un umbral de justicia económica, y se ha puesto a trabajar para crear sociedad: mientras retrocede la política (social, de vivienda, industrial, etc.) se multiplican los tejedores oficiales de vínculos, dinamizadores, trabajadores sociales, diseñadores urbanos, visitadores de ancianos, animadores, mediadores, etc. El Estado persigue a la sociedad que a su vez persigue al mercado que se persigue a sí mismo, en un extraño juego consistente en dar vueltas alrededor de las sillas al son de la música, mientras van quedando menos sillas.

Hay que pensar en nuevas instituciones que puedan sostener la libertad y la seguridad al mismo tiempo. Evitar, siguiendo el rigor del pensamiento liberal (tan opuesto a la frivolidad del neoliberalismo), el sueño de mundos perfectos o la nostalgia de la vieja lucha de clases. Ni Utopía ni Arcadia, dice Dahrendorf. No parece que nuestro mundo político esté muy por la labor austera de crear instituciones y dejar en paz las culturas locales y los hábitos privados.  

En cuanto a la ciudadanía, ante la difícil tarea de volver a pensar el papel de cada cuál, prefiere hablar del planeta -único territorio que permite mezclar descaradamente Utopía y Arcadia. Como además el planeta y sus gases son totalmente ajenos a la política, cumplen perfectamente su función de iluminarnos y cegarnos a la vez, de cegarnos con la potente luz de la nada.

Mientras, el siglo XXI a su bola.

miércoles, 21 de febrero de 2018

A propósito de Buñuel y la imaginación



Buñuel decía, y es un tema constante de su cine y de sus memorias, que la imaginación es libre, pero que el hombre no lo es. La moral, el pudor, la religión, el mero respeto a la libertad ajena, la sociedad en definitiva, lo limitan y oprimen. Pero en su fuero interno puede pensar, imaginar y expresar a través del arte lo que le venga en gana. Tras un siglo de historia, hemos logrado invertir completamente esta sentencia: hoy, el  ser humano es libre, pero la imaginación no lo es. Ha sido sometida y colonizada por una variedad de medios sutiles y burdos, que orientan la mirada y determinan las imágenes que pueblan nuestro cerebro despierto, quizás también nuestros sueños cuando dormimos.
El cine de Buñuel nos dice que la libertad no es una condición civil, sino una mirada nueva sobre el mundo de la representación. Buñuel cogía prestadas imágenes, como las santas, cristos o apóstoles de la iconografía católica, y los convertía en otra cosa, porque su imaginación estaba impresionada pero no colonizada. Había espacio entre la representación religiosa y su imaginación, un espacio que llenaban hormigas, vacas, curas, navajas, miserables, y otros elementos del mundo visible y de la experiencia vital,  con los que podía jugar. Existía un “fuero” interno, una soberanía de la imaginación que no es un lugar vacío, sino un lugar poblado por imágenes del mundo.
Las tecnologías del nuevo capitalismo están logrando lo que soñaron los más fantásticos dioses e inventó el escaparate de las tiendas de las ciudades: que miremos todos a un mismo sitio, lleno en apariencia de variedad, pero homogéneo y plano como experiencia. Esta disciplina de la mente es la contrapartida de una vida individual liberada del pudor, la moral, la religión, el respeto y la sociedad. La imaginación no es libre, el hombre lo es. Podemos ser cualquier cosa, amar a cualquiera, transformarnos, expresar cualquier opinión, ejecutar cualquier acción. No podemos imaginar –ni representar- el incesto, pero podemos ser incestuosos. No podemos imaginar –ni representar- el crimen, pero podemos matar. Los jóvenes norteamericanos que apagan el ordenador en el que viven y se dirigen a su instituto para cometer una matanza son la vanguardia de esta especie plana que no puede jugar con la representación porque no tiene distancia con el mundo.  No tiene fuero. Es lógico que, en paralelo, se persigan las obras de la imaginación como desafueros: Lolita es leída como una apología del incesto, y en esas mismas escuelas norteamericanas se prohíbe la lectura de libros que expresan el racismo –como Matar a un ruiseñor- pues la representación del mal es el mal. La imaginación no es libre, el hombre sí lo es.
La falta de distancia con el mundo es fruto de un siglo más de capitalismo, el gran aplanador, pues lo convierte todo en mercancía, ahora bajo la apariencia de la comunicación. En su infinito avance, ha encontrado nuevas tierras para su expansión. Sólo que no están fuera sino dentro, en los cuerpos y mentes que pronto serán una única cosa en el espacio plano de la información, culminando el sueño del capital de convertir toda experiencia del mundo, todo mundo, en mercancía. El capitalismo es libre, el hombre no lo es. Tras culminar la colonización del mundo, se ha embarcado en la colonización de los espíritus. No nos oponemos porque está hecho de nuestra materia, es lo mismo que somos, y por primera vez en la historia, ha dejado de existir distancia entre productor y producto, entre capital y mano de obra, entre materia prima y transformación. Nos producimos a nosotros mismos y a nuestra sociedad de amigos en el juego infinito de las redes, confundido el fuera y dentro, la apariencia y el anverso, la representación y la realidad. La distancia con el mundo resulta ahora terriblemente ingenua.
Ante esta destrucción del fuero interno, hago dos propuestas, una conservadora y una progresista, ambos términos del mundo antiguo:
-     -  Alejar a niños y jóvenes de las máquinas para permitir que desarrollen su fuero interno al menos hasta que puedan votar. O bien, otorgar el voto junto con el móvil. “Un móvil, un voto” debería ser el lema liberal del siglo XXI.
-      - Tomarse en serio la aventura espacial, vista ahora como tan ingenua. La colonización de otros planetas es el tipo de aventura exterior que puede alejar, por un tiempo, al capitalismo de nuestras mentes y a los jóvenes de las armas automáticas.

jueves, 17 de noviembre de 2016

El feminismo no es un igualitarismo (continuación en respuesta a Catia Faria)


El problema no está en los límites de la consideración moral ni en el respeto: como humanos podemos decidir que es justo tratar bien a los animales, no comer animales vivos, o prohibir la propiedad de animales domésticos. Son objeto de nuestro cuidado y la falta de crueldad es –o debería ser- un síntoma de civilización, aunque ahí también habría mucho que decir. Lo que discuto no es el trato, ni siquiera la justificación de ese buen trato: precisamente porque somos libres y podemos ignorar, o mejorar, o hacer más estúpida y cruel la naturaleza, porque tenemos libre albedrío, podemos mantener esta discusión sobre los animales y extender nuestra responsabilidad moral a la naturaleza o a otras especies.
El problema de la argumentación de Faria es la lógica que encadena: para la autora, esa decisión moral deriva del igualitarismo y por lo tanto toda filosofía política o corriente que beba del igualitarismo debe necesariamente sacar sus conclusiones y ser anti especista. El anti especismo sería una conclusión o radicalización de una corriente que va incluyendo el anti racismo, el feminismo y amplía su base moral en cada giro.
Lo que mi artículo pone en duda, y nada tiene que ver con privilegios ni estatus quo feminista, es esa lógica. Para empezar, creo que el igualitarismo no es la base del feminismo, sino la igualdad, una idea anterior a la ilustración, pero que encuentra su plasmación moderna en la idea revolucionara de la emancipación de todos los seres humanos de la religión y de la comunidad. Un movimiento histórico obviamente corregido y criticado por dos siglos de pensamiento y acción feministas. La diferencia entre igualdad e igualitarismo es compleja y nos llevaría lejos, pero es clave. El igualitarismo considera que la igualdad entre individuos tiene siempre que ser la máxima posible, en un sentido simbólico y material, y compensar siempre al que está más abajo. Lo que exige un continuo trabajo de ampliación del marco ético y sobre todo un poder exterior a las partes que garantice esa igualdad, ya sea Dios (el primer igualitarismo es cristiano), el Estado, la Comunidad o la Especie (¿O debería decir el Reino de las Especies?). Se es igual a los ojos de alguien o algo.
La igualdad relacional se construye entre grupos e individuos y se basa en un marco de relaciones que amplíe al máximo la libertad y el valor de cada individuo, sea cual sea su situación material o social. Incluye a todos los humanos, tengan la capacidad que tengan, pues la capacidad moral no tiene nada que ver con la inteligencia, sino con el reconocimiento (también incluye a los bebés, aunque sabemos que estos  traen siempre problemas a los argumentos filosóficos). También es necesario recordar que toda política de igualdad tiene dosis de igualitarismo, pero no se confunden. 
El anti especismo no puede pertenecer a esta tradición, porque su idea de justicia no parte del reconocimiento mutuo, imposible para los animales. Para postular la igualdad de las especies, tiene que elegir lo que tienen en común, la capacidad de sentir y sufrir, dejando en un segundo plano la razón como base de nuestra libertad moral. Por lo tanto, define también lo humano como “especie”, situándose fuera de la comunidad política, en un lugar que sólo puede construirse desde una estancia fuera de nuestro humano mundo político, un más allá que nos iguala como especies. Por eso me permito hablar de religión.

En cuanto a lo público y lo privado, merecería otro artículo: el lema feminista de “lo personal es político” implica que ningún tema está fuera de la discusión racional y política. Nunca quiso significar que todo lo que uno hace o es en la vida deba estar alineado y ser perfectamente coherente con una idea, porque negaría justamente que somos seres de cultura y nadamos en esta, debiendo hacer lo más difícil: transformar aquello que nos forma. 

domingo, 13 de noviembre de 2016

El feminismo no es un animalismo, ni un igualitarismo.


Catia Faria, filósofa portuguesa, mantiene que el feminismo tiene que ser antiespecista, es decir oponerse a la idea de la superioridad de la especie humana sobre el resto y a toda distinción moral entre humanos y animales. Para ella, ambas corrientes tienen en común una idea de justicia: el igualitarismo, que busca, además de evitar la discriminación, compensar o tratar de forma más favorable a aquellos con menos poder o que tienen peor situación en el mundo. Lo que hace moralmente relevante la posición de los animales es su capacidad para “sufrir y disfrutar”. Son por lo tanto seres “sintientes” y como tales, tienen que entrar en la esfera moral de nuestras decisiones públicas y privadas.
Su razonamiento es simple, aunque de enormes consecuencias: si el feminismo defiende la igualdad entre todos los seres humanos, debe aplicarla a los animales no humanos. Decir que los animales no son sujetos morales no es válido, puesto que de hecho a las mujeres (o a las razas no blancas) se les negó en otros momentos históricos la capacidad moral y la razón que eran la base de la igualdad civil. Además, la esfera de la moral tiene dos características para Faria: lo que la sostiene es el mero hecho de vivir y de sufrir, lo que amplía dicha esfera a todas las especies animales que pueblan la tierra; y la segunda es que es que esa moral es tanto pública como privada. Es decir, Faria no es “animalista”, no defiende un trato justo o no cruel para con los animales; no discute la forma de producción de los alimentos, por ejemplo, sino que considera que debemos asumir completamente, entre nuestras preocupaciones morales, la vida y el bienestar de todas las especies. Esto implica veganismo en la vida privada y la finalidad política de preservar la vida de las otras especies frente a cualquier explotación, pero también a cualquier desastre natural o ecológico, como haríamos si se tratara de seres humanos.
Este razonamiento tiene un gran atractivo actualmente, y de hecho la autora llena sus auditorios, porque es ilimitado –propone una tarea sin fin a nuestra hambrienta sensibilidad- y anti ilustrado, dos de los rasgos más típicos del pensamiento de la época. Su concepto de la igualdad es material, se basa en la consideración de trato igual para todos, o de reparto igual de los bienes del mundo entre todos. El feminismo, al menos el de raíz ilustrada, tiene una base ética completamente ajena, a mi entender. La igualdad que defiende es “relacional”, es decir, defiende la dignidad y el valor iguales de todos los seres dotados de razón. No dice nada del bienestar o la felicidad, sino que habla de las bases justas de la relación social. Ser tratados como seres de razón implica participar en todas las decisiones como ciudadanos libres. Por lo tanto libertad e igualdad son inseparables. La revolución feminista ha discutido una cultura que construye la feminidad como menos valiosa que la masculinidad y a las mujeres como menos libres para dirigir sus vidas y menos razonables para participar en las diferentes esferas de poder.
Es cierto que otras corrientes –socialistas entre otras- han completado esta idea con la necesidad de equiparar las condiciones materiales de los seres humanos para hacer posible el ejercicio de la autonomía moral. Pero no porque los humanos estén vivos y “sufran”, sino porque la razón y la dignidad no pueden ejercerse sin una base de igualdad material y de reconocimiento social. Son los seres dotados de razón los que participan en la comunidad política y deciden la forma de su relación. Cada uno reconoce la libertad del otro, y la polis asegura que esa libertad tenga condiciones justas para ejercerse, una tarea que está muy lejos de haber concluido y que sigue siendo el horizonte de nuestras sociedades humanas.
Con esa libertad cada uno hace lo que puede o quiere, incluso buscar la infelicidad o la muerte. Lo relevante del valor moral no es el hecho de sentir y sufrir, sino el reconocimiento mutuo, algo imposible en el caso de los animales, no porque los humanos no podamos reconocer o proteger su vida, sino porque los animales no pueden reconocernos a nosotros. Sin reciprocidad, no existe una esfera común de decisión moral.
Puede existir, sin duda, un paternalismo (¿maternalismo?) que se extienda a todas las especies, un despotismo ilustrado que decide qué es el bienestar para otras especies no dotadas de razón ni de palabra, y que, por lo tanto, no pueden discutir nuestras decisiones. Si consideramos que tenemos que intervenir, no para mitigar el sufrimiento que nosotros mismos causamos o para ofrecer un trato menos cruel a los animales con los que nos relacionamos, sino porque nuestra especie está al mismo nivel moral que el resto de las especies, el dilema no tendrá fin: ¿debemos permitir que los animales se coman unos a otros? Si eso es admisible, porque es natural, ¿qué justifica moralmente nuestro veganismo? ¿Acaso es moral la cadena alimenticia? Y si nosotros la podemos romper, dejando de comer carne, porque somos seres libres y tomamos decisiones éticas, ¿no estamos poniendo a nuestra especie una vez más por encima de las demás especies?  

Negar la libertad moral, que es el rasgo de nuestra común humanidad, nos lleva a callejones sin salida. Considerar que el feminismo es un igualitarismo es un malentendido. Creer que debemos llevar a nuestras vidas privadas una exigencia de pureza sin fin es religión, no política. Y en estos tiempos en que la religión vuelve bajo los más extraños ropajes, podemos estar seguros de que esta inversión de los valores y esta persecución de la autenticidad ilimitada, triunfará: veganos, animalistas, anti especistas, la rueda puesta en marcha por la aversión a lo humano no tiene fin y puede aplastar nuestro frágil reconocimiento. 

viernes, 17 de junio de 2016

Vidas llenas, vidas vacías


Jo Cox tenía 41 años, un pasado, una carrera profesional, un futuro político, ideales, trabajo, un partido, experiencia, amigos, enemigos; tenía un marido y dos hijos, una barcaza en el Támesis, un puesto de diputada, aficiones, esperanza.  Thomas Mair vivía solo, trabajaba a veces como jardinero, hacía la compra para su madre dos veces por semana, era tranquilo y discreto. Sus vidas –la vida llena de Jo Cox y la vida vacía de Thomas Mair- se cruzaron cuando Mair buscó a Cox para asesinarla a tiros en plena calle.
En “Historia de un alemán” Sebastían Haffner cuenta cómo el aburrimiento fue una de las causas del ascenso de Hitler. Tras los años de emociones asociadas a la guerra mundial y sus dramáticas sorpresas, los alemanes tuvieron que volver a sus vidas privadas, pero, a diferencia de los ingleses y de los franceses, no estaban dotados para la vida privada. Sin pasión por la jardinería e incapacitados para la joie de vivre, esperaron que una nueva fuerza les sacara del aburrimiento y la soledad en el que habían caído y les ofreciera una idea colectiva con la que llenar sus vidas.
La globalización no solo desplaza el capital y la inversión en el mundo, también el sentido. En muchas ciudades de Europa, en muchos barrios, no solo ha desaparecido la industria, el empleo, la prosperidad, sino sobre todo el sentido de las palabras trabajo, barrio, clase, nación. Vaciadas de su sentido, cuelgan tiradas como pieles de una serpiente que ha mudado. Pero los humanos no soportan el vacío, tienden a llenarlo con cualquier idea, con trastos de la historia, con restos de las viejas ideologías. Con odios.
El fanatismo de los Mair, de los lobos solitarios, de los yihadistas de internet, se comunica por los circuitos vacíos de Europa. Atacan la vida llena porque les ofende y porque la perciben como insultante, acaparadora, cosmopolita y ajena. Odian tener que cargar con la propia vida, tener la responsabilidad única de llenarla y de dotarla de sentido. No hay tanto sentido en el mundo como para llenar tantas vidas privadas.

La violencia es el producto del encuentro entre el lleno y el vacío. Por eso, más que la riqueza, lo que hay que empezar a redistribuir en Europa es el sentido.